Héctor Abad Faciolince y el fantasma de su padre

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En términos literarios, a ese espectro le debe en gran medida su éxito como escritor, el cual constituye su máxima gloria, que va de la mano con un ineludible karma
Por: Juan Mario Sánchez Cuervo

Hace poco le oí decir a una figura importante de nuestras letras una frase que dice mucho y dice poco del personaje que aquí convoco: “hay un Héctor Abad bueno y un Héctor Abad malo”. Como resulta obvio, se refería a la parte humana y no al rol profesional del buen escritor y brillante periodista colombiano. Ahora, eso de bueno y de malo resulta no solo maniqueo, sino también universal, pues todos, en tanto mortales vulnerables y perfectibles estamos habitados por sombras y luces, aunque estoy convencido de que en nuestra naturaleza brilla más la oscuridad que cualquier otro atributo.

En este sentido, cualquiera de nosotros puede hacer las veces de arquetipo de ese fenómeno que expuso el escritor escocés Robert Louis Stevenson en su célebre novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, pero pocas figuras mediáticas de la literatura contemporánea convocan tantas contradicciones y salidas en falso como las del autor de El olvido que seremos. Por ejemplo: hace algunos años atacó a los maestros, un oficio que su padre amó, ejerció y dignificó hasta las últimas consecuencias. Recordemos que la sangre del inolvidable defensor de los derechos humanos fue derramada en la entrada de Adida (Asociación de institutores de Antioquia). También denigró del teatro, un género sagrado al que están ligadas todas las expresiones artísticas, particularmente la literatura. Por esa misma época defendió con argumentos discordantes las corridas de toros. Y por si esto fuera poco, hace unos meses en lo más acalorado de la reciente contienda electoral, generó un polvorín al poner en boca de un ilustre difunto palabras inverosímiles e insustentables, me refiero a los supuestos comentarios de Carlos Gaviria respecto al excandidato presidencial Gustavo Petro.

Y dispense el lector si esto último le suena a chisme, pero es que fue exactamente eso, un chisme como para aportar su granito de arena en la coyuntura política de entonces, cuyas consecuencias se viven hoy. ¿Contradicciones? Muchas, además de las mencionadas: es dizque un hombre de izquierda (no sé de qué color, sabor o textura), pero escribe y tiene actitudes de hombre de derecha. También prometió no volver a España en un documento que refrendó junto a reconocidos intelectuales de nuestras tierras nativas y amerindias (y que me dispensen los rubiecitos y afrancesados de origen Chibcha que se sientan pordebajiados con esos dos epítetos dignos y autóctonos). Ya todos conocemos el desenlace de esa triste y cándida misiva: todos abjuraron, excepto el maestro Fernando Vallejo. El resto se acostumbró a hacerle venias al cetro y a la corona española, quizás la recompensa les venga luego, como le llegó al gran escritor Álvaro Mutis, quien, a propósito, era un adorador de las monarquías.

Ahora bien, la más evidente de sus contradicciones viene a continuación: Héctor Abad Faciolince es un escritor amado por el pueblo, fue el pueblo quien lo catapultó a partir de El olvido que seremos, el libro más importante, y la obra más reconocida y vendida de todas las publicadas en nuestro país en la última década, y con la cual nos identificamos gran parte de los colombianos por su contenido humano, por su tono mesurado y sensato enmarcado en un estilo sencillo. Pero desde hace algunos años somos testigos de un Abad Faciolince que se acostumbró a pleitear con un amplio sector de la población, la mayoría de izquierda moderada o de cualquier vertiente, que es en últimas, tal vez, la que más lee y lo lee en nuestro país. Todo lo anterior sin contar que su enorme ego no admite críticas a sus puntos de vista y menos tolera algún reparo a cualquiera de sus obras, en cuyo caso, supongo, toma su libreta y anota el nombre de la “víctima,” la cual en lo sucesivo no hará parte de su séquito, o quizás le sea denegado el acceso al círculo viciado de los editores y de las pasarelas de nuestra rimbombante intelectualidad: aquí sobreabundan los dictadores de los entornos culturales.

Por otra parte, existe un Héctor Abad Faciolince que recuerda a Hamlet, el célebre protagonista de la obra con el mismo título del genial dramaturgo William Shakespeare. Se podría decir que Hamlet, hijo y príncipe, vivió atormentado por la sombra de su padre el rey Hamlet, mientras no asumió la venganza de su asesinato. De igual modo, Héctor Abad hijo lleva a cuestas el fantasma del doctor Héctor Abad. De hecho alguna vez publicó, sin ser poeta, un poemario con el seudónimo de Héctor Abad, pues el Faciolince no se vio por ninguna parte. Esa vez fue obvia la suplantación de la figura paterna, o la primera ocasión en que emergió en forma clara y desde la ficción hacia la realidad el mencionado fantasma. En términos literarios, Héctor Abad Faciolince le debe en gran medida a ese espectro su éxito como escritor, el cual constituye su máxima gloria que va de la mano con un ineludible karma. En efecto, nuestro autor es conocido en los países de habla hispana y en otras partes del mundo por El olvido que seremos. Por eso, la sombra de esta novela ha de perseguirlo cada vez que publica algo nuevo, como suele ocurrirles a esos actores o actrices que se quedan en la retina de los televidentes por un papel específico en determinada serie o película. De tal forma que la mayoría lo asociará indefectiblemente con El olvido que seremos. Es necesario aclarar que esto no es para nada desafortunado; por el contrario, no dudo en afirmar que Héctor Abad Faciolince se inmortalizó con esa obra, de ahí que sea una de las más traducidas de nuestra literatura. En todo caso, así no supere la calidad de esa novela, alguna vez podrá morir tranquilo: El olvido que seremoslo rescatará del olvido.

En esta misma línea, en los pasillos de la intelectualidad y la alta academia colombiana a Héctor se le conoce con cierta dosis de cinismo como el huerfanito ilustre; o simplemente con el remoquete de huérfano hijueputica, o huerfanito a secas, cada vez que su examigo Fernando Vallejo se saca una espinita en el contexto de sus rifirrafes. Palabras más, palabras menos, en términos literarios desde Edipo rey de Sófocles, nadie había usufructuado como Faciolince la muerte del padre: de hecho uno no puede concebir la fama de Edipo sin el encuentro fatídico y accidental con su padre Layo en el camino hacia Tebas, como no se puede concebir al escritor Héctor Abad sin el otro Héctor Abad. Pero volviendo a nuestro Hamlet criollo con sus dilemas de ser o no ser y sus contradicciones, ¿ha reivindicado (vengado) la memoria de su padre? En tanto artista con El olvido que seremos le doy un rotundo sí. Aunque el lector sin mayor dificultad puede inferir que el autor acepta (o coadyuva con su silencio) el injusto trato que tantos le dieron y le dan a su padre; es decir, cuando lo califican de tonto útil del comunismo y de la extrema izquierda de ese entonces. Para completar Abad Faciolince también señala a ciertas facciones de esa misma izquierda como una especie de coautores en medio de las lamentables circunstancias que rodearon un crimen de lesa humanidad, en el que los verdaderos y totales responsables fueron los paramilitares encabezados por Carlos Castaño.

Conviene subrayar que en las antípodas de aquel paradigma de la filantropía y del humanismo de la más alta calidad que se recuerde en estas tierras, nos encontramos con ciertas actitudes de nuestro afamado escritor, propias de un niño rico y consentido, poseedor de una entraña antipopular, arribista, prepotente. Desde esta perspectiva la reivindicación de su padre es un fracaso, por lo menos yo no logro concatenar el humanismo de uno con la indiferencia del otro.

Para su bien, quizás lo ayudaría a madurar una escena de cementerio y de realidad inefable de la muerte, como la que vivió el príncipe Hamlet cuando toma en sus manos la calavera de Yorick el bufón del rey. De paso, me atrevo a afirmar que el diálogo que sostuvo Hamlet con el sepulturero en el acto quinto del exquisito drama, le reveló al confundido príncipe la realidad de la vida en tres tiempos verbales: pasado, presente y futuro. No le vendría mal a Faciolince la reflexión del sepulturero que invita a la sencillez, no del estilo en el uso de la pluma, sino la que atempera el orgullo, pues un Alejandro Magno y un bufón tienen el mismo desenlace en el reino de la caducidad: “Alejandro murió, Alejandro fue sepultado, Alejandro se redujo a polvo, el polvo es tierra, de la tierra hacemos barro… ¿y por qué con este barro en que él está ya convertido, no habrán podido tapar un barril de cerveza?”.

Por último, y a manera de alegoría por lo que al protagonista de este artículo concierne, en la escena final Hamlet libra una lucha a muerte con Laertes, el cual alcanza a herir al héroe del drama shakesperiano con la punta de su arma envenenada; sin embargo, los floretes accidentalmente se intercambian y ambos mueren. Ojalá en el combate que libra Héctor Abad contra Héctor Abad, logre también dar de baja a la sombra que lo persigue a donde quiera que va… así es y así será mientras duren sus extrañas contradicciones, las mismas que deben perturbar al fantasma de su padre.

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