El tuitero Andrés Berrío comentó una triste historia de su vida y cómo los grupos paramilitares asesinaban a sangre fría y sin justificación a personas, incluyendo niños, en el departamento de Córdoba. Uno de los menores que se salvó de la violencia de las AUC fue Berrío. Su relato ha conmovido a la comunidad en esta red social con miles de reproducciones.
La Otra Cara se solidariza con todas las víctimas de cualquier violencia en Colombia. La vida de nuestros ciudadanos es sagrada, sin importar raza, región, género, estrato, credo o ideología. Por eso, publicamos esta nota para que una parte oscura de la historia de nuestro país no sea olvidada.
Esta es la dramática vivencia de Berrío, contada por él mismo en 21 trinos:
https://twitter.com/Berrio_91/status/1002953141913030662
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Una tarde de Mayo en el 99, aproximadamente 20 niños entre los 7 y los 14 años, jugábamos fútbol en la cancha de la Escuela con un balón nuevo que nos había regalado un comerciante del pueblo. Los balones eran un lujo que la escuela no se podía permitir.
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Recuerdo que me cayó el balón y de la fiebre, lo patee muy fuerte; el balón cayó fuera de la escuela y yo debía ir por él. Entonces me trepé a la pared, pero cuando lo hice, en el otro extremo de la Escuela, la puerta principal se abría a golpe de defensa por una camioneta.
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Detrás entraron muchos hombres armados y un camión. ¡Corran! —Gritaban los profesores angustiados–. Yo trepado en la pared, estaba helado. Un disparo me sacó del trance…
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¡CORRE TESTY QUE NOS MATAN! –Dijo uno de mis compañeros de clase mientras se trepaba a la pared—
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Caímos del otro lado de la pared y salimos a correr, pero en la esquina aparecieron más hombres armados. La única salida era un solar (lote urbano baldío) que daba a una quebrada.
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Corrí por allí; sonaron disparos pero seguí corriendo. No pensé en nada, solo corría con el terror más grande que jamás he sentido y que ojalá nunca vuelva a sentir. Llegué al fondo del baldío y por debajo de una cerca hecha con alambres me crucé. Mi compañero ya no estaba…
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—¡SIGUE CORRIENDO Y TE MATO PELA’O HIJUEPUTA!— En ese momento yo solo corría y lloraba… ¿Qué más hacía? Si una semana atrás habían dejado a Dawrin descompuesto y picado en una caja. Lloraba por mi amigo, por mi suerte y porque iba a morir. Lo sabía.
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La quebrada estaba crecida, habían comenzado las lluvias de Mayo y allá se podía nadar. La que antes era la quebrada donde me bañaba con mis amigos después de jugar fútbol, sería la única salida de una muerte segura.
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¿Saben cual era el problema? Yo no sabía nadar. Era UN NIÑO DE 8 AÑOS. Siempre íbamos y me quedaba en la orilla; Álvaro Javier e Ivan me protegían de ahogarme y me estaban enseñando; ellos eran los más grandes del grupo y nos protegían, pero habían quedado en la cancha…
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Recuerdo que tomé mucho aire, cerré los ojos y al agua. Sentía ramas que me rozaban, la fuerza de la corriente; no sé cómo me agarré de unas ramas que pasaban, pero se hundieron y al fondo de nuevo. Algunos metros más abajo, la quebrada hace una curva y por allí desborda…
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Ese cambio de corriente me dejó en la orilla de nuevo; salí a tierra firme y se escuchaban los disparos en la escuela. —¡PELAITO VENTE PARA ACÁ QUE ALLÁ VIENE ESA GENTE!— Dijo desde el otro lado de la quebrada una señora que me señalaba un puente improvisado unos metros abajo.
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Mientras cruzaba por el puente, me volvieron a disparar. Era como si las tablas del puente explotaran solas; la inocencia. Del otro lado del puente y creyendome a salvo, seguí corriendo para la casa de la señora Fátima (La que me ayudó), pero no estábamos a salvo…
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El paraco cual terminator seguía detrás, pero no era uno solo, venían varios. A mí y a muchos niños del barrio al que acababa de llegar nos montaron en unos FJ viejos y nos metieron por la salida al cementerio, veredas adentro. Era la única salida para que no nos llevaran.
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Ya a salvo, pensé por primera vez en la guerra. Miré a los ojos a aquella bestia y supe a qué sabía. Aunque lejos del fuego, no estábamos a salvo. Todavía no. Nadie en este país está salvo de ese monstruo.
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Llegamos a una vereda a la orilla del río San Jorge. Tan a la orilla, que se le veía correr y aquel día por primera vez supe como se veía la luna reflejada en el agua. Llegaron noticias graves y nos tocó dormir en la casa de los marranos…
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Las noticias eran que ya habían salido del pueblo y ahora iban Río arriba; me perseguían los malditos o yo los llamaba.
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Llegaron esa noche y traían y la orden de encontrar los carros que nos habían sacado del pueblo. Al verlos, los quemaron y quemaron la casa. Preguntaron por los dueños y como nadie les dijo, mataron más personas en la vereda.
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Amaneció y bajaba el recolector de leche que nos sacó a tofos Río Arriba hasta Montelibano. Allí nos llevó con el Bienestar Familiar.
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En un camarote de una casa cual en Montelibano me guardaron durante una semana. Cuando se supo que era posible retornar, me llevaron a casa. Mi mamá (Ya unos años atrás habían matado a mi papá) estaba feliz de verme, pero el dolor de las otras madres sin hijos le pesaba más.
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Mataron a 16 niños, se llevaron reclutados 39, mataron a 4 profesoras de la escuela después de violarlas. Quemaron la cuadra que nos sacó a los sobrevivientes (La señora Fátima, que jamás olvidaré), mataron a todos sus habitantes. La policía no presentó reporte alguno…
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El único periodista que se atrevió a ir, amaneció «suicidado» en la habitación de hotel que arrendó para cubrir la noticia. El alcalde no estaba en el pueblo; había salido el día anterior y volvió a la semana. Pidió calma, pagó los entierros y nunca más se habló del tema. FIN.