La Historia Resiente

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Los pueblos de Colombia y Venezuela sienten tan entrañable identidad que lo único que ha podido separarlos son sus gobiernos. El padre de la gran patria los concibió viviendo la misma casa republicana, antes de dividirlos las demandas políticas que reclaman por su parte la herencia natural que los haría grandes si se comportaran como uno solo; después conservaron la simbiosis de los hermanos gemelos: lo que sufre uno le duele al otro.

La historia no nació ahora. El acta bautismal de estos pueblos, como parte de la América que luchaba por nacer al mundo libre que había reinventado la modernidad política, negada por el coloniaje del imperio Español, es la Carta de Jamaica, que cumple 200 años de haber sido escrita por Simón Bolívar, la cual narra hasta el día de hoy lo que sería el testamento justo de la americanidad.

La compone un profundo diálogo entre quien lideraba la lucha de independencia, aún en ciernes, en respuesta a las inquietudes que le planteara Henry Cullen, prestante señor de la isla de Jamaica, colonia del imperio británico, al que, con una argumentación trascendida, trataba de conquistar con las luces que hacían hervir la América meridional.

Entre tantas ideas clarividentes, a la pregunta “¿… formarán una gran República o una gran Monarquía?”, responde: “… Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada… considero el estado actual de la América como cuando desplomado el imperio Romano, cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familiares o corporaciones… Mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos del país y los usurpadores españoles”. Aquellas deslumbrantes palabras, escritas hoy hacen una cruda crónica de América, en cuyas calles deambula el espíritu moderno de la colonia.

Resaltan varias ideas. Entiende al nuevo mundo como un solo país; antes de cualquier organización política lo que en esencia es. Responde a lo que vivía ese país emergente, las luchas intestinas de la patria boba, cuya clase criolla se enfrentaba por la mejor forma de gobierno, entre centralistas y federalistas, cuando en realidad dubitaba entre consolidar la gran república independiente, en tanto preveía repartirse la herencia de la Corona, o simplemente igualar sus privilegios de clase con los hermanos de la metrópoli, ya que en ese momento la restauración que emprendió Fernando VII, al mando de Pablo Morillo, intentaba recuperar sus derechos de conquista ante los que consideraba inquilinos de sus dominios. El sentido de Nación con que el Libertador concebía ese gran país trascendía el orden de gobierno que pudiera dársele; pero sucedió lo contrario, se marginó a los legítimos del país, y la clase criolla usurpó lo que la madrastra perversa en tiempo anterior había usurpado.

El acta de confirmación de aquel hijo soñado que Bolívar nunca tuvo lo constituyó el Discurso de Angostura, pronunciado en 1819, en virtud del cual el Libertador forma de cuerpo y mente la Gran Colombia, a la que integró los hermanos de Panamá y Ecuador, una vez consolidó la independencia. Forjarle el carácter y la disciplina a la naciente república, en medio de una clase dominante que sentía el apetito voraz por un territorio recién servido de riquezas, implicaba centralizar la autoridad en su padre inspirador. Con la Constitución de Cúcuta de 1821 creyó materializar su ideal, pero le prestó oportunidad a los que ambicionaban concretar como clase lo que Bolívar idealizaba como Nación, quienes tildaron de ensoñaciones napoleónicas el proyecto continental del Libertador.

Aquel sueño profundo, del que despertaba con pesadillas reales entre leones, le duró hasta la noche del 25 de septiembre de 1828, cuando casi lo devoran, si no lo salva su leona en celo. Si bien sobrevivió, esa noche se incrustó en su pecho la puñalada fría de la traición que mató el espíritu de la Gran Colombia, cuya acta de defunción se expidió en el Congreso Admirable de 1830, antes que el Libertador abdicara el solo reino de su vida, el 17 de diciembre del mismo año, con el sueño terco entre suspiros de moribundo de que lo sobreviviera una patria unida.

Resiente evocar esta historia, ya que hoy es la misma que ocurría entonces, como si su profecía se cumpliera en el ayer. Aún puede verse su cadáver soñador en las plazas públicas, detenido en el tiempo, esgrimiendo su deseo de luchar con la espada en la mano, con tal de ver unidos a los hermanos. No sabe que en 1903 vendieron el hermano menor al gobierno de otro imperio; ni que los Estados de Colombia y Venezuela demanden por su cuenta la herencia natural que sería de todos; ni que sus pobres habitantes sean echados de un lado a otro de la frontera de su mismo territorio. Desde que Bolívar murió sus hijos lo invitan a toda fiesta patriótica aunque lo ignoran, y para ocultar que viven separados lo complacen cagando su estatua con mensajes de paz. Cuando lo justo sería dejar morir por fin su cuerpo y exhumar el espíritu del Libertador.

Por Rodrigo Zalabata Vega

rodrigozalabata@gmail.com

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