Corrían los irrepetibles años 80 y todos sólo pensábamos en ir a la playa a jugar un «reto». Hasta que al fin llegaba el nuevo día soleado y desde la calle 10 de Riohacha (Guajira) defilábamos, en medio de chistes y anédoctas, con pantalonetas y camisetas coloridas hasta la Avenida Primera, sin antes dejar de entrar al Parque Padilla para lanzar unos taponazos contra las paredes de la Iglesia Nuestra Señora de los Remedios con la saltarina pelota roja de caucho con letras y números. Todo para calentar, picar la pelota e ir probando la destreza.
Saltábamos a ruedo Jairo Pimienta que era «Chalairo»; Enrique Quintero, «Ike» o «Soli»; Álvaro González, «Gonzalo» o «Guaguaro»; Sixto Alfredo Pinto, «El Maestro» (porque fui profesor de primaria en la Escuela Pública Las América); Leonis Pimienta, «Smith»; Florentino Rodríguez, «Tino»; Eduardo Rodríguez, «Vaca»; Olver Redondo, «El Pela»; Nicolás Sarmiento, «Colacho»; Ronald Pimienta, «El Chichi»; Lácides Toro, «Lacidito»; «Plito» y Helion, el de la 11, entre otros.
Pero el juego que tanto nos apasionaba no era precisamente el fútbol playa, en el cual también teníamos una destreza sin igual. Eran los inolvidables campeonatos de «cabeza» en la arena con las ya casi extintas bolas rebotadoras de caucho, por cierto difíciles de controlar, en otra superficie que no sea la tierra.
Es una técnica particular de lanzar la pelota con la cabeza, casi con la misma fuerza que con los pies y ubicándola en los sitios más extremos de las arqueríaas como los más diestros jugadores del balompié. La clave sin duda era la rapidez de la bola y a veces la brisa del Nordeste que ayudaba para que la esférica agarrara direcciones extrañas e inesperadas, al estilo de los goles olímpicos. Jugábamos dos contra dos, o uno contra uno, dependiendo la asistencia. Sin ninguna egolatría creo que fue un estilo que solo perfeccionamos los del combo de la 10, porque no se les vía a más muchachos de la ciudad jugando «cabeza» en la playa. Lo que se sentían antraídos por su magia y se atrevían a retarnos se llevaban su golera a punta de frentazos.
Hoy vuelve mi mente a recordar esos goles al ángulo derecho arriba, o el izquierdo abajo, que se formaban entre las palmeras ubicadas en forma simétrica, que servían de como porterías. Y ni como olvidar las voladas espectaculares de prospectos de guardametas de cada uno, que con sus voladas ahogaban el grito de gol y hasta generaba elogios mutuos, lo que se facilitaba por la bondad de la arena blanda de la zona. Los fines de semana sonaban en los estaderos los Picó a todo volumen con los cantos de Diomedes Díaz acompañado de El Debe López, luego de Juancho Rois y después por Colacho Mendoza.
Emulábamos a esos grandes arqueros de los mundiales de la época, 78, 82 o 86. Los cabezazos eran al estilo de Marco Tardelli de Italia y las atajadas, algunas geniales otras estrepitosas, como las de los goleros alemanes Sepp Maier y «Toni» Schumacher, el italiano Dino Zoff, el argentino Ubaldo El Pato Fillol, el brasilero Emerson Leao, el belga Jean-Marie Pfaff o el héroe argentino del Junior del 77, Juan Carlos Delménico.
No hubo televisión, ni celulares avanzados que grabaran en video HD las proezas deportivas… Sólo la memoria colectiva de quienes vivimos esos momentos.
Éramos unos muchachos sanos, sin vicios ni tecnología, pura playa, de 8 de la mañana a 12 pm y, a veces, con repetición de 2 a 5 de la tarde. Muchas veces acompañada con un trote temprano y suave al Valle de Los Cangrejos, cuando el Riito no estaba crecido y se podía cruzar su peligrosa Boca, para calentar, y al final de los encuentros la nadada respectiva, que era un baño de mar con el agua ya fría por el Nordeste. Al fondo el muelle nos observaba.
En la noche se relataban los cabezazos más vistosos, hazañas o pifias de cada uno, con la música de El Cacique y Rafael Orozco de fondo, en las acostumbradas reuniones ezquineras donde el viejo peluquero Delfín Pimienta, quien siempre criticaba al grupo por durar todo el día en la playa. «Se van a volver pescaos», decía jocosamente. Se hablaba de las grandes atajadas de Jairo o de la particular técnica de la «Más rapidez » de Tino. Por mi parte, mi bisabuela Rosa Jeronima de Rojas, quien me crió, terminó apoyándome, resignada, luego varios años de darme penca con tabla por callejero.
No se tiene referencia de este juego utilizando la cabeza en otros países y en Riohacha no se volvió a ver desde hace décadas, luego de que maduramos y cada quien organizó su vida. El celular y el sedentarimo absolvió a las nuevas generaciones… Solo queda esta linda historia como remebranza.
Por Sixto Alfredo Pinto
Periodista/ Director de La Otra Cara y Riohachero.