Rodrigo Zabalata

La Guerra de las lágrimas

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La frontera representa la piel de un país, se descuida en casa pero se hace lucir ante los demás. Exalta un orgullo imaginario, igual al costoso vestido cuando se va a la mejor fiesta, el que después de exhibirse se dobla y guarda como una bandera, ya que si lo usamos por vanidad apena si se convierte en hábito. Su mayor utilidad es mostrarle al vecino lo que no somos.

Por eso los conflictos fronterizos se hacen sentir con superficial sensibilidad pública, cuando en verdad enmascaran las quejas al interior del hogar. Comienzan dejando sonar cierto rumor de guerra, como el sancocho de piedras que hacía hervir la mujer del Coronel en la magistral obra de García Márquez, para ocultar ante los vecinos el hambre que estaban padeciendo.

Pocas veces son en sí lo que muestran ser, manifiestan la erupción cutánea de un mal profundo. El de Colombia y Venezuela es el más extraño de todos, ya que, antes que ser un síntoma de gravedad, la frontera ha significado un desfogue a las graves dolencias de cada país.

Y si un dolor aqueja en algún costado la historia lo diagnosticaría hereditario: arrastran un complejo de siameses porque en su nacimiento eran el mismo, en los primeros pasos compartían los órganos de la Nación. Nuestra separación no fue de creación sino la intervención interesada de la mano del hombre.

El problema que brota cada tiempo nace de no reconocer nuestra mismidad. Con la disolución de la Gran Colombia no se separaron distintos países, se fraccionó el suelo que unificaba los pueblos de un nuevo mundo apropiado por familias políticas que dominan al otro lado de la frontera disfrazada de banderas.

Los conflictos que surgen entre Colombia y Venezuela son en realidad de sus gobiernos, se utilizan para culpar al otro del incumplimiento descarado de las ideas con que se hicieron al mando. El gobierno Uribe señaló a la guerrilla de ser la causa de los males de este país, y con la promesa de sanarnos se hizo elegir y reelegir; después acusó al vecino de guarecer a los líderes guerrilleros y por ello no poder cumplir. Ahora el gobierno Maduro, durmiendo la siesta de su incompetencia, deja arruinar la Quinta República que prohijó su padre político Hugo Chávez, entonces sueña que la inseguridad que comparten es por no poner la tranca socialista al dejar abiertas las puertas a los paramilitares de Colombia.

En verdad los gobiernos sempiternos de ambas repúblicas nos separaron después de haber nacido como hermanos. Y son ellos la causa de todos nuestros males, redujeron la política al ejercicio particular de gobierno para reproducir una espiral ascendente de privilegios. De hecho la división que existe es transversal. Un país político de castas dominantes, a cada lado, que tomaron como propios los bienes de sus pueblos. Mientras un país nacional sobrevive a la exclusión y abandono, al que le toca rebuscarse mecanismos de solidaridad, más allá de la frontera legal, como el contrabando; o la manera bárbara de igualarse a los lujos de los privilegiados de siempre, a través del narcotráfico.

Si no han estallado una guerra, al pelear sus intereses y culpar al otro cada vez que tienen una presión interna, es por la válvula de escape de la frontera, que ha permitido vernos a la cara y saber que el otro es el mismo, es decir nosotros, ya que no nos separa sino que nos une. Ambos gobiernos miran de reojo, pero saben que ahora nos toca pasarles hasta el papel higiénico para limpiar sus cagadas, mientras ellos nos pasan un poco de gasolina del petróleo que le robaron al golfo, para poder encender los carros que tanqueamos a precio de aviones. El verdadero país lo constituye el sentir abrazado de nuestras naciones, por ello buscan en la vecindad la suerte que les robó en casa sus hereditarios gobiernos.

Además, el gobierno Bolivariano levantó otra frontera antinatural, la ideológica, a manos de un socialismo que ha postrado al pueblo con el somnífero del subsidio. Desde que el petróleo volvió Tío Rico a su Estado, a los colombianos la pobreza nos desplazó y exportamos mano de obra barata. Ahora ellos exilian una horda empresarial que huye despavorida de un régimen que saca de circulación al que no milite en el gobierno. Promulga una fraternidad continental pero se arma hasta los dientes, como si para cumplir su ideal tuviera que invadir el continente.

Si algún gobierno lograra al fin volver pesadilla el sueño del Libertador de vivir como hermanos, sería la guerra más extraña, enfrentaría rivales que sufrirían la muerte del enemigo, en la que se derramaría más lágrimas que sangre, ya que, como en la historia sagrada de Caín y Abel, es de profetizar que en el hogar donde pasa en vela quien lo mató sea el mismo donde se llora al muerto.

Por Rodrigo Zalabata Vega

rodrigozalabata@gmail.com

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