Así es ser turista en la hermética Corea del Norte

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La muerte de Otto Warmbier, detenido hace seis años por robar un cartel, vuelve a poner en tela de juicio los viajes al país de Kin Jong-un. Esta es la crónica de un periodista infiltrado allí.

El plan era quedarme rezagado y, en un despiste, perderlos de vista. Tras cinco días en los que cada uno de nuestros movimientos habían sido vigilados, la idea de pasear solo por Pyongyang empezaba a obsesionarme. No recuerdo qué monumento revolucionario, qué estatua del líder supremo, qué exhibición del poder infalible de la dinastía Kim íbamos a visitar, porque toda la parafernalia totalitaria se parece, pero estábamos en el centro de la ciudad y aquella era una buena oportunidad. Mientras el grupo se dirigía a las escalinatas de un edificio de estilo soviético, di media vuelta y aceleré el paso para perderme por las calles de la capital norcoreana.

“¡Libre, al fin!”, pensé.

Los altavoces en la azotea de un edificio cercano lanzaban loas al Querido Líder y un grupo de funcionarios hacían reverencias ante una estatua del dictador, bajando la cabeza con una flexibilidad sincronizada posible solo tras una vida de postración. Doblé la esquina y vi una plaza llena de personas vestidas de forma idéntica: ellos, trajes oscuros; ellas, faldas largas, blusas blancas y chaquetas de colores con grandes botones. Una veintena de soldados marcharon frente a mí en perfecta sintonía. Parecían robots con prisa para regresar al cuartel, antes de que se les agotaran las baterías.

Mientras hacía fotografías y me mezclaba con la gente, varios ancianos empezaron a señalarme. ¿Qué hacía un extranjero solo por Pyongyang? Algunos alertaron a la policía, mientras a lo lejos dos guías (siempre son dos: cada uno con el encargo de vigilar al otro) corrían hacia mí con el rostro desencajado.
—Lo siento, me perdí— me excusé.
—No puede perderse— dijo enojado uno de ellos. –No puede separarse del grupo.
—No volverá a pasar. ¿Qué museo visitamos hoy?

Era mi segundo viaje a Corea del Norte y, como en el primero, había empezado con mentiras antes de cruzar la frontera. Mi teoría era que, ya que viajaba a un país que era en sí mismo una gran farsa, donde el régimen le decía a su pueblo que vivía en el paraíso a pesar de la represión y la miseria, estaba legitimado para inventarme una vida que encajara en aquella fantasía. Si los periodistas no eran bienvenidos, ¿por qué no hacerme pasar por otra cosa que fuera más aceptable para mis anfitriones?

En mi primer viaje, en 2002, había adoptado el personaje de un vendedor de papel e incluso había entregado tarjetas de visita por Pyongyang, sorteando como podía las peticiones de muestras (“Están en camino”) o las sugerencias de cerrar acuerdos comerciales. Ocho años después, temía estar fichado y pensé que la única forma de repetir el engaño era adoptar un empleo lo más surrealista y alejado de la realidad posible, con la ventaja adicional de que evitaría preguntas incómodas. Oficio: comercial de una firma de lencería femenina y biquinis. Funcionó.

La otra diferencia entre ambos viajes era que, mientras el primero lo había hecho solo, en esta ocasión me uní a un grupo de turistas nórdicos. La expedición incluía viajeros experimentados en busca de emociones fuertes, comunistas que habían oído que aquello era el último paraíso estalinista del mundo, un par de empresarios —estos, al parecer, auténticos—, pensionistas y turistas del desastre, esa extraña estirpe que lo mismo se hace un selfi en una guerra que en un lugar arrasado por un terremoto.

Corea del Norte
© Eric Lafforgue

Nuestro autobús recorría avenidas sin atascos y carreteras sin coches, haciendo paradas en sitios donde se nos trataba de convencer de tres cosas: Corea del Norte ganó la guerra de los cincuenta (los historiadores creen que terminó en tablas), su población vivía en la abundancia (regiones enteras seguían sufriendo graves hambrunas) y la dinastía Kim era inmortal (quizá, esto sí, cierto). En el Palacio Memorial de Kumsusan, el mausoleo de 100.000 metros cuadrados donde descansa Kim Il-sung, el cuerpo embalsamado del fundador del régimen yacía con un aspecto impecable, enfundado en un traje sin arrugas y envuelto en la bandera del Partido de los Trabajadores. Había muerto hacía tres lustros, pero seguía ostentando el título de presidente y hablaban de él en presente. “El Gran Líder gobierna el destino de la nación”. “El Gran Líder nos defiende del enemigo americano”. “El Gran Líder piensa que…”.

Para llegar hasta el cuerpo de Kim Il-sung había que caminar por pasillos interminables antes de ser desinfectado por una máquina que te quitaba hasta la última mota de polvo. Una guía se disponía entonces a relatarte, con una teatralidad exagerada, la vida virtuosa y heroica del líder. La actuación provocaba sonoros llantos en los norcoreanos y risas contenidas en los turistas escépticos, que se cuidaban de ocultar su insensibilidad, no fueran a terminar sus vacaciones en el gulag. “¿No son increíbles los logros de nuestro Gran Líder?”, preguntaba la presentadora. Y mis colegas nórdicos y yo no podíamos más que asentir. “Increíble” definía la situación a la perfección.

Corea del Norte
© Eric Lafforgue

La realidad es que Kim Il-sung había creado una de las dictaduras más atroces del siglo XX, cuando al final de la II Guerra Mundial la península coreana quedó divida en el norte comunista, apoyado por los soviéticos, y el sur capitalista, patrocinado por los americanos. Las purgas, los gulags, el pensamiento único, el culto a la personalidad y la eliminación de cualquiera que fuera visto como una amenaza se convirtieron en marca de la familia, transmitida después a su hijo, Kim Jong-il, y de este al actual y joven dictador, Kim Jong-un. Nuestro viaje coincidía con la presentación en sociedad del tercero de la dinastía, del que ni siquiera los norcoreanos habían oído hablar. La propaganda se apresuraba a fabricar una biografía fantástica e intachable del delfín: su padre estaba enfermo y debía saber que no le quedaba mucho tiempo. Y así, a los retratos del abuelo y el padre, de obligada presencia en cada hogar, fábrica y oficina –alguien hizo el cálculo: un norcoreano ve una media de 30 retratos diferentes del líder al día–, se unía el pequeño Kim. No había manera de perderlos de vista. Al llegar al hotel, tras agotadores tours revolucionarios, lo único que mostraba la televisión eran imágenes del dictador o su familia. Inaugurando fábricas. Dando órdenes. Publicando un ensayo sobre cine, teatro, periodismo. Daba igual. La propaganda atribuía a Kim Jong-il una producción literaria de 10.000 títulos, incluida una autobiografía de más de 300 páginas sobre su vida desde el nacimiento a los tres años. No quedaba más opción que rendirse y aceptarlo: los líderes norcoreanos, efectivamente, eran inmortales.

Corea del Norte
© Eric Lafforgue

A los funcionarios del Gobierno solo les quedaba por delante convencernos de que, además, Corea del Norte había ganado la guerra (1950-1953) y el país vivía en la abundancia. Para lo primero estaban los museos. El Museo de la Guerra Victoriosa. El Museo de los Crímenes de Guerra Americanos. El Museo de la Revolución. El Museo del USS Pueblo, el buque estadounidense capturado por Corea del Norte en 1968, que permanecía atracado en el río Botong y su visita comenzaba con un vídeo sobre la humillante derrota que para Washington supuso su pérdida. La magnanimidad del abuelo Kim le había llevado a dejar marchar a la tripulación, pero se había quedado el buque y ahora tenía incluso capitana, una joven norcoreana vestida de marinera que hacía las veces de guía. Sabía, por mi anterior viaje, que si hay algo que no debes hacer en Corea del Norte es dudar de su victoria en la guerra coreana, porque cuando lo insinué en mi primera visita mi guía se puso a llorar desconsoladamente y fue realmente incómodo. Pero uno de mis compañeros tuvo la mala idea de recordar que el régimen estaba en retirada en el 53 y que, si las fronteras quedaron tal como están hoy, fue porque rusos y chinos auxiliaron a los norcoreanos. El gesto de nuestra capitana se torció y temí que ordenara zarpar rumbo al mar Amarillo y que tuviéramos que regresar a nado. “Como todo el mundo sabe, nuestro Gran Líder y su invencible Ejército derrotaron a las fuerzas del mal”, dijo, mirando fijamente al hombre y sin perder la compostura.

Corea del Norte
© Eric Lafforgue

La propaganda de la República DEMOCRÁTICA Popular de Corea nos iba ganando 2-0: sus líderes eran inmortales y Corea del Norte había ganado la guerra. Ahora debía convencernos de que el país vivía en la abundancia. Mi anterior viaje se había producido cuando empezaban a remitir las hambrunas que en los noventa habían acabado con dos millones de norcoreanos, según cálculos de la ONU. En la frontera, unos años antes, había visto a campesinos comiendo raíces, y en mi libro Hijos del monzón había contado la historia del niño desnutrido que me encontré en la frontera. Había cruzado a China con la misión desesperada de encontrar algo de comida y volver a tiempo para salvar su aldea, donde más de la mitad de los vecinos habían muerto sin nada que llevarse a la boca.

Por eso se hacía tan indigesto que para la cena el régimen preparara a los extranjeros banquetes con hasta 20 platos diferentes, en un intento de demostrar que tenían de todo y lo podían derrochar. Todas las contradicciones del régimen estaban en aquellos y otros festines que tenían lugar a puerta cerrada: una élite que había dejado de disimular su atracción por el lujo, un ejército que consumía un cuarto del presupuesto nacional, un líder que enviaba a su cocinero a comprar sushi a Tokio cuando se le antojaba, y todo mientras la mayor parte de la población vivía en la miseria. El régimen había iniciado una leve apertura después de las hambrunas, tan difíciles de ocultar que la propaganda no tuvo más remedio que reconocer “dificultades”. Eso sí, mostrando en los telediarios imágenes de personas sin techo en ciudades estadounidenses. “El enemigo lo está pasando mucho peor”, aseguraban.

Los cambios de la (mini) perestroika norcoreana eran cada vez más evidentes en Pyongyang: más coches en las calles, restaurantes y tiendas con productos que antes solo estaban disponibles para unos pocos privilegiados. Los móviles, sin acceso a llamadas internacionales, empezaban a ser una realidad. Operaba algo parecido a un servicio de Internet, limitado a las páginas que el régimen permitía y autorizado solo para quienes habían pasado el corte de pureza ideológica.

Algo más tristes resultaban los intentos de los guías de mostrar la modernidad norcoreana en visitas a oficinas que parecían sacadas de una versión oriental de la serie Mad Men, con ordenadores del tamaño de un escritorio y pilas de documentos atados por cuerdas, por supuesto milimétricamente ordenadas. Y ahí estaban también las visitas clásicas al metro de Pyongyang, donde siempre se te acerca un norcoreano que habla en perfecto inglés, y que el Gobierno tiene contratado para que haga un contacto fortuito con los foráneos y les cuente lo bien que va todo en la ciudad. O los pícnics del Parque del Folklore, donde todos sonríen y las familias parecen sacadas de los murales que promueven la imagen fraternal del Gran Líder. Y, sin embargo, mi capacidad para la pretensión y la diplomacia no me permitía dejar que creyeran que también la farsa de la abundancia podía colar.

Había entrevistado a norcoreanos huidos de la represión y el hambre. Había visto la miseria de aldeas donde no tenían nada para comer. Había leído los informes de Unicef donde se contaba que todavía uno de cuatro niños sufría “desnutrición aguda”. Y había respirado, enfundado en mi disfraz de privilegiado vendedor de lencería y con la comodidad de saber que me marchaba al día siguiente, el totalitarismo paranoico que había convertido el país en una inmensa cárcel para sus habitantes.

Tenía la sensación de que mis compañeros de viaje estaban conmigo, así que en la última cena los disimulos se fueron desvaneciendo y cuando llegó la pregunta final: «¿Qué les ha parecido el viaje?». Entonces nos quitamos las caretas y dijimos lo que pensábamos, sin perder la sonrisa: Corea del Norte podría ser una farsa tolerable, e incluso divertida, si no fuera tan real para la gente que la sufre.

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