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Cuando Adolf Hitler fue convocado por el presidente de Alemania, Paul Von Hindenburg, para ser miembro del gobierno, este lo designó como Canciller Imperial (Reichskanzler), el equivalente a un Primer Ministro, en enero de 1933. El nombramiento fue recibido con alborozo: Hitler representaba la renovación política que el pueblo teutón añoraba desde hacía algún tiempo. Un año después de la muerte del presidente Hindenburg, se autoproclamó ‘líder y canciller imperial’ (Führer und Reichskanzler). Hitler además instauró el Tercer Reich y gobernó con un partido único, basado en el totalitarismo de la doctrina nazi. La Segunda Guerra Mundial fue el escenario en el que el tirano por excelencia desfogó todo su odio y perversidad: sus muertos se cuentan por millones.

Veintiséis años después, en 1959, casualmente en el mes de enero también, bajó de la Sierra Maestra el triunfante líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, quien, con un lánguido grupo de combatientes, comparado con el poderío y la mayoría numérica de miembros de las fuerzas armadas de la Cuba regentada por Fulgencio Batista, logró hacerse a la victoria, gracias al decidido y copioso apoyo popular. En febrero de ese mismo año, Fidel Castro fue nombrado Primer Ministro, por el presidente Manuel Urrutia. En los años subsiguientes fue elegido presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros, hasta quedar convertido en un sátrapa todopoderoso. La Revolución Cubana solo ha traído desgracia, tragedia y desolación a su pueblo, al tiempo que la isla ha sido el laboratorio desde el cual se incubó y difuminó la semilla del comunismo radical hacia el resto de países de Latinoamérica.

En diciembre de 1998, no muy lejos de Cuba, en Venezuela, resultó elegido, como presidente de la República el militar retirado Hugo Chávez, símbolo del cambio y representante inmejorable del hastío del electorado venezolano frente a una clase política corrupta e indolente que abandonó a los más débiles a su suerte. Chávez llegó al poder revestido de un aura providencial que le permitió, sin mayores obstáculos, realizar profundos cambios en la arquitectura institucional del hermano país. A los pocos años de ostentar el poder, Chávez se hizo a múltiples poderes, que, en la práctica, lo convirtieron en un dictador. No es necesario ahondar en lo ocurrido en Venezuela desde la ascensión de Chávez: el horror es evidente.

Hitler, Castro y Chávez, además de la perversidad, tienen en común varias cosas: todos fueron encarcelados antes de llegar al poder, por levantarse contra el orden establecido. Los tres recibieron algún tipo de perdón y tuvieron una segunda oportunidad: absurdamente, desde dirigentes hasta empresarios y gente del común, creyeron en la “buena fe” de quienes fueron considerados en su momento, como enemigos del Estado, y no vacilaron en apoyarlos en el camino a la cúspide. Posteriormente, todos esos “comités de aplausos” fueron los primeros en ser perseguidos por los nuevos y “bienintencionados” gobernantes.

Al ver por televisión el meloso y obsecuente acto de protocolización del acuerdo de paz con las Farc, en Cartagena, vinieron a mi mente los episodios históricos que acabo de narrar. A veces el diablo se presenta disfrazado de paloma blanca, y, cuando el diablo entra en la casa, cualquier cosa puede pasar.

Por Abelardo De La Espriella

abdelaespriella@lawyersenterprise.com 

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Abelardo De La Espriella
Abelardo De La Espriella

Abogado y Columnista


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