El engendro que estamos consolidando

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Por Marco Tulio Gutiérrez.

Cuando la vida nos ha dado la oportunidad de conocer a personajes como Álvaro Uribe Vélez, con su tradicional temperamento y el sentido mesiánico que le imprime a su tarea pretendida hacia “salvar la patria”, aún con diferencias que nos separan ideológicamente, me resisto a pensar que sea un vulgar tramitador de falsos testigos.

Lo conocí desde el Poder Popular y compartí con él en el Congreso de la República en la primera elección popular legislativa después de la Constituyente de 1991. Ahora cuando se debate sobre su continuidad o no en el Congreso, tendrá la oportunidad de servir a Colombia, incluso en temas como la reconciliación nacional, necesaria y urgente en este momento por el que atraviesa el país, minado de confrontación radical política y extrema, nada racional para la institucionalidad.

Pero algo que debe tener en cuenta el expresidente, si bien quiere darle a sus nietos una patria que no los vaya a tocar en su integridad, en lo más mímino, es que sin la implementación de una paz estable y duradera para todos los colombianos, tendrá a sus espaldas a personas inescrupulosas que se prestarán hasta su fin para trabar toda clase de denuncias que ante la sociedad van haciendo mella y van resquebrajando poco a poco su incólume conducta, la que la justicia no ha podido permear hasta ahora.

Si bien la popularidad que tiene Uribe demostrada fehacientemente en la contienda pasada que puso a Duque en la presidencia, junto con su carácter y férrea convicción de la política desplegada en los últimos años de la fuerza sobre la pacificación del país, le da el vigor suficiente y el apoyo de media Colombia para dar las peleas judiciales que se avienen, no es aceptable que sus escuderos comiencen una campaña de desprestigio, descalificación y de improperios contra la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia.

El juez natural conforme a las reglas del debido proceso, en un marco del Estado Social y de Derecho, no es otro que la Corte Suprema de Justicia que en su sabiduría sabrá recaudar las pruebas, valorarlas en un contexto de la sana crítica, de los principios lógicos de la no contradicción y de aquellas reglas que obligan al operador judicial a producir las garantías constitucionales y legales que a todo ciudadano le asisten.

Lógico resulta pensar que en estos días críticos de la justicia colombiana, con episodios como los del cartel de la toga, la credibilidad de las instituciones judiciales está menguada, pero no podemos adoptar conductas que vayan en contra de la esencia de la misma, de sus operadores, de sus decisiones, que cuando nos gustan las felicitamos, y cuando no nos gustan, nos vamos de frente contra los órganos que las producen.

Así mismo, la Corte y, en general, los jueces de la República no pueden darle credibilidad al engendro que estamos consolidando, el de los falsos testigos, que viene constituyéndose en causa eficiente para el recrudecimiento de la polarización en Colombia.

En el proceso penal, donde se debate la prueba en un perfecto silogismo beccariano, con la lógica, la retórica y la dialéctica debida, el elemento que más produce fuerza de convicción para demostrar o desvirtuar una situación cualquiera es el testimonio, particularmente, el directo, el que da cuenta de un hecho por la percepción del testigo sin intermediación alguna. La relevancia del testimonio y la fuerza suasoria del mismo se la ofrecen la credibilidad del deponente.

Pero cuando el proceso penal, sus incriminaciones, se fundan en testigos tachados de credibilidad, no tiene otro camino a futuro que decaerse en el anaquel de la justicia y producirse una sentencia absolutoria.

En Colombia estamos consolidando un monstruo llamado falsos testigos que nos está acabando, hoy a unos, pero con seguridad mañana a todos. El problema radica en que las instituciones judiciales le abrieron la puerta a personas que dentro del concepto de justicia premial venden hasta su familiar más cercano con tal de lograr rebajas en sus penas.

El país jurídico necesita depurar estas prácticas para que la convivencia política, social y económica comience a dar frutos, y para que todos entendamos que la paz, limpia como el agua del manantial, reine universalmente.

Para terminar, acudo a un pasaje del libro ‘La inocencia en el sepulcro… una historia de falsos positivos‘ donde se lee: “Con nostalgia, Carlos recordaba a sus padres, y en especial, a Alvarito cuando montaba a caballo y una yegua tumbó a su tío Víctor causándole graves contusiones. El niño quería matar el animal, pero su tío le explicó que ella –la yegua- no tenía la culpa, que los hombres se consideraban más fuertes que los animales y estos reaccionaban exhibiendo su poder y su fuerza.”

Increíble que hace pocos días un caballo tumbó a Álvaro Uribe Vélez de su silla y él como experto chalán, haya perdido el control del animal…

Ojalá recobre el rumbo. Para que sus contradictores también.

(*) Abogado Constitucionalista.

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