“La Próxima Te Mueres”

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Un relato de un falso positivo.

 

Por: Héctor Pineda S*

Después de varias reuniones por las tierras de los santanderes y de un paso fugaz por Bogotá, en ese fin de año de 1987, tomé un bus de transporte interdepartamental rumbo a Cali, para asistir a la Conferencia que había convocado el M-19, en la cual, con un grupo de activistas de la organización, teníamos la intención de presentar una “Ruta para la Paz”, elaborada con minuciosa argumentación y consignada en varias cuartillas que me permití escribir para tan memorable ocasión.

Días antes, guardaré nombres, había conocido una hermosa abogada que, con su inteligencia y encantos, me emponzoñó con la picadura mortal de los afectos, extraviando los destinos, zambullidos en las aguas de tormento de los amores de los condenados a muerte. Cali y varias poblaciones enclavadas en la Cordillera Central del Valle del Cauca, por ese entonces, era el hervidero del escenario de la guerra que el M-19 le había declarado al Estado desde hacía varios años.

Arribamos a la terminal de transporte, en los últimos días de diciembre, en medio del jolgorio de la “Feria”. El ritmo de Salsa trepidaba en cuanto radio y equipo de sonido de bares y establecimiento público atestados de gente con caras y vestidos festivos para la ocasión. Se hablaba de cabalgatas. El escenario, para quienes nos movíamos clandestinos en ese entonces, era propicio para mimetizarse, más en compañía de la bella abogada con la que, sin pensarlo dos veces, nos metimos en la fiesta caleña. Nada presagiaba la turbulencia de ese 31 de diciembre, a pleno medio día, cuando fui capturado por la policía.

Arribamos a una “casa de seguridad”, ubicada en el sur de la ciudad. Se nos había entregado la llave en una cafetería de un reconocido centro comercial por una mujer que le llamaban “la churca”, de cabellos ensortijados y amarillentos, como los desteñidos que acostumbran a hacerse con “agua dioxogen” en los barrios populares de Santa Marta. Ese mismo día, con la mujer contacto, pedí quedarme hasta el fin de año, aplazando la subida al lugar arriba de Santander de Quilichao, para el encuentro con Pizarro, en el Congreso del M-19.

Asistir de incognito al Festival de Orquesta, escuchar los temas inmortales de Ricardo Rey y su amigo Boby Cruz, bailar la letra “tus besos fríos como la lluvia” de Eddie Santiago, hacían olvidar que en las goteras hervía la guerra. Años antes, en el Congreso de la Democracia, realizado en Los Robles, en la parte alta del municipio de Florida, el M-19 había decretado la decisión de “ser gobierno”. La confrontación bélica se había exacerbado. Muchos capturados en esos tiempos, desaparecidos, aún no se conoce que suerte corrieron.

Casi al medio día, tocaron la puerta insistentemente. La señal era clara: había sido detectado. La noche anterior, de regreso de la rumba, había notado la presencia de vendedores callejeros, inusual es ese sector residencial. Tomé la decisión de empacar en breve equipaje, un jean desteñido, dos pares de medias gruesas, dos calzoncillos, un cepillo y una crema dental. En un sobre, el texto de la propuesta de la “Ruta de la Paz”. Así lo relaté al “Juez de Orden Público” que presidió la audiencia en la que la Policía me señalaba de “un plan terrorista para volar acueductos, estaciones de energía y cuarteles de policía”.

La captura se sucedió en plena 5ta. “Si por la quinta vas pasando…”. El taxi en el que movilizaba, fachada de la secreta, fue rodeado por una veintena de motos con hombres fuertemente armados. Siguiendo los cánones de seguridad para evitar ser desaparecido, sin dudarlo, lance mis documentos de identidad y grite a cuello en voz mi nombre clamando auxilio. Resultó eficaz el método. Fui encapuchado, sometido a torturas y asfixiantes interrogatorios. Las preguntas que me hacían me llevaron a la conclusión que se habían equivocado de personaje.

Cuando se percataron del error de haber capturado al que no era, el desquite fue una lluvia de golpes e improperios. Me llevaron a una estación de policía y, al segundo día de año nuevo, el mismo día de mi cumpleaños, fui llevado a “tocar piano”, la reseña judicial que era salvación. El arsenal de evidencias que presentaron ante el juez, cables detonantes, estopines, una subametralladora, una pistola nueve milímetros, tres proveedores, relojes para fabricación de bombas, tacos de lo que se decía era dinamita, balines de metralla en veinte surtidores de salsa mostaza y unos planos dibujados por la mano inexperta de alguien que se quedó en los muñecos de la escuela elemental.

Ante el juez relaté los pormenores de mis amoríos. Le confesé ser militante del M-19 y, por supuesto, solicité la presencia del oficial que me había capturado (careo) para demostrar que estaba mintiendo. Concedieron el careo con el Capitán de mi captura. El tatuaje de un “Niño en Cruz” era visible en el espacio de la mano del dedo índice (el de disparar) y el pulgar (el de ajustar la empuñadura). Sin preámbulos le solicité al juez que el material que se me había incautado lo introdujera en el pequeño morral al que le describí su contenido. Por supuesto, no fue posible meter el arsenal en el morral que según la policía era prueba reina de mi culpabilidad. Luego solicité prueba grafológica y dibujos de planos (olvidó la inteligencia de la secreta que había cursado estudios de arquitectura) y en distintas posturas, a petición del juez, dibujé planos y monicongos, por supuesto, alejados de la elementalidad de los “incautados”. Días después, el Juez decretó mi libertad.

Al salir acompañado de periodistas y defensores de derechos humanos, el oficial de la policía me esperaba en la puerta y gritó: “¡la próxima te mueres hijueputa!”. Años después me lo encontré en Tacueyó, graduado de Coronel, liderando el grupo de policías que se encargarían de mi seguridad, en mi condición de vocero del proceso de paz con el M-19. “La vida te da sorpresas…”, se escuchó el estribillo del canta autor panameño.

*Constituyente      

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