Nadando en un mar de aguas turbulentas

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Por: Fernando Cadavid Correa

Consejero en Adicciones y Educación Emocional

Llegamos a este mundo y viajamos por la vida esperando encontrar en nuestra naturaleza esencial los medios para sobrevivir y lograr la felicidad, aunque no sepamos muy bien en qué consiste eso. Con el paso de los años anhelamos mantener la coherencia como insumo base frente a pensar, sentir, decir y hacer que nos permita actuar en consecuencia, que le dé al trasegar un orden y con esos recursos salvar cada uno de los vericuetos que la vida en sí misma nos tiene reservados, nos gusten o no. Que ante los problemas podamos lidiar con ellos de buena manera estando dispuestos a frentear el problema siguiente; que la experiencia con el paso del tiempo resulte una aventura enriquecedora, cargada de aprendizajes, con historias que contar y valores que transmitir. Legado.

Todos queremos que al fin de la existencia hayamos hecho algo reconocible y que nos recuerden por los compromisos individuales asumidos y con el sentido de vida consolidado. Dejar huella. Y por el camino encontrar toda clase de estímulos que nos propondrán cambiar el rumbo según el estilo de vida que lleva el mundo; ser activos partícipes de variopintos sistemas familiares y sociales que fijan marcas que dejan huellas, unas más profundas que otras, todas indelebles, que refuerzan los comportamientos según los modelamientos, manipulaciones y “tendencias” del medio ambiente.

Toda historia personal arranca por las improntas que aporta la lotería genética, y todos los días de la vida haremos una minuciosa recolección de influencias de mayores y congéneres, aunque no las deseemos ni nos lo propongamos. Gozamos de una prodigiosa capacidad de sufrir por problemas que aún no tenemos. Vivir en función de futuro aunque sabemos que no sabemos qué va a pasar ni siquiera en el minuto siguiente. Tercamente nos inundamos de ansiedad bajo términos meramente especulativos y cuando las expectativas no colman nuestro deseo nos frustramos y deprimimos. “Es que estoy deprimido.” “¿Por qué?” “Porque todo es una mierda.” Mucha gente no programa ni se goza el desarrollo de la existencia. Proyectan. Y cuando eso pasa la carga de ansiedad se multiplica puesto que empezamos a vivir por y para el resultado, no para la transformación o por el regusto que causa hacer una cosa a la vez; como los deportistas que evolucionan paso a paso mientras mercaderes y periodistas en su parafernalia y ante la abyecta oportunidad de vender humo, pronostican y juegan con los altibajos y tensiones emocionales y la codicia de la fanaticada. Pronósticos traducidos en esa forma tan particular de querer tener el don de la adivinación como si eso pudiera torcer de alguna manera el camino de la vida; como si saber lo que sea que se quiera saber con antelación modificara el resultado a nuestro favor, olvidando que el giro de la vida no hace excepciones con nadie. Recordemos que el único animal que se autoengaña es el hombre. Hay quienes van por la vida como aquellos que asisten a un gran espectáculo sin gozarlo: se lo pasaron tomando fotos y videos para alardear con el “yo estuve allá”, pagando una entrada muy costosa para eso.

Estamos nadando en un mar de aguas turbulentas a capricho de las corrientes, sin conocer el oficio de nadar, sin hacer conciencia longitudinal y a profundidad de las reales dimensiones universales de nosotros mismos, de nuestra corporeidad, de nuestra finitud y del espacio que habitamos; de las emociones que nos rigen, y como es el único mundo en el que nos hemos movido, braceamos sin ser expertos, presas del miedo de saber que no iremos a ninguna parte, aunque fantaseemos en la idea de que lo hacemos bien, que avanzamos, crecemos y maduramos, solo que viviendo en un mundo de mentira. Quizá lo que estemos haciendo es nadar sin parar y sin descanso como el pececito dorado en su pecera creyendo que aquello es el océano. No puede ser que la felicidad se limite a tener una casa, estudiar para ser alguien en la vida, trabajar aunque no te guste lo que haces y tener una pareja. Eso no deja de ser una manera paupérrima de ver la vida y que la felicidad se limite a sumar posesiones que están fuera del individuo, a tener y no a ser puesto que tener recursos materiales genera un bienestar más bien temporal. Una casa se tiene, pero se puede dejar de tener. Un trabajo se tiene, pero se puede perder. Pero si tengo una casa hoy quisiera una casa más grande, más bonita y en otro barrio o ciudad, y si tengo un trabajo, me gustaría un trabajo con más reconocimiento en donde valoren más mi esfuerzo y me den una muy jugosa remuneración por eso que hago tan poquito.

¿Y la pareja? ¡Vaya con la pareja! Hoy no existe nada que cause más incertidumbre que una relación de pareja si partimos de la base que muchas personas se juntan por razones completamente ajenas al amor. Entre las parejas hay disputas de poder porque los roles resultan difusos, porque ambos son productivos por igual, porque a la hora de formar a los hijos cada uno por su lado cree tener el método y la razón; y en la medida que las relaciones se establecen porque generan ganancia toman visos utilitarios mezquinos: casarse con ese joven profesional tan prometedor, con esa chica tan bonita que es reina de belleza, con ese empresario tan de actualidad y tan nombrado, con esa joven tan de buena familia, tan capaz y emprendedora. Como dicen en Colombia, entre quienes forman pareja se “distinguen” pero no se conocen. Se tratan con mucha cautela y no se dejan ver. El uno conoce del otro sus reacciones y sus impulsos hedónicos, pero no sus motivaciones más íntimas ni el alcance de sus propósitos, ni sus sueños y menos sus utopías. Y como estamos en la feria del engaño en masa por aquello de las redes sociales, nos esforzamos por ser vistos y por saber qué idea tienen los demás de nosotros, sin confrontar jamás nuestra realidad mirándonos de frente ante el espejo.

Muchos confunden un proyecto de vida con generar recursos para la vejez sin la garantía de que a ese estado lleguen juntos. Se casan para toda la vida por mandato pero no por convicción. Gastan su tiempo útil haciendo papeles, regidos por las dictaduras del bufete, el banquero y los notarios. No estamos siendo educados para pensarnos integralmente como universos inmersos a su vez en infinitud de cosmos cuyo valor sublime sería la vida propia y la de nuestros congéneres en constante evolución creativa, aportando cada uno lo suyo con propósitos y fines. Pero más bien interactuamos contra los principios haciendo caso omiso a nuestra voz interior y a nuestras intuiciones. El asunto es que, al contrario que un dolor de cabeza que es una molestia que se quita, la estupidez humana parece que no se quita nunca. Supuestamente somos felices por cuestiones completamente ajenas a nosotros mismos y a nuestra esencia. Desde pequeños el afán de control y la codicia nos modela para que a su vez repliquemos la posesión y la codicia. Y malbaratemos la vida jugando con juguetes, proyectándonos para la apariencia de seres sanos, inteligentes, proactivos y ganadores.

Tenga, compre, deseche. Y si puede, pase por encima. Y en la gruesa culpa que cargan a cuestas los dirigentes y las instituciones crean departamentos de sostenibilidad, de bienestar social y del medio ambiente, lo que es solo otro modo de colonialismo y de contaminación emocional propia de perversitos sistemas para continuar cometiendo las mismas tropelías y monstruosidades contra la naturaleza, los seres vivos y el planeta pero con licencia ambiental, perpetuando la desigualdad para tener razones para la “solidaridad”. Y quedar bien haciendo beneficencias. Como quien dice -y ya lo decía mi tía-el que peca y reza empata. Se vive pues en un mundo de personas deprimidas, solas, con niveles progresivos de desarraigo y pérdida del sentido de la vida. Enfermos del alma que cada vez son (¿somos?) más.

Como dijimos arriba, hay un cúmulo de rasgos generacionales tóxicos impresos con tinta indeleble en cada ADN y otros rasgos caracteriales adquiridos paso a paso, día a día, burilados con cuidado sumo a lo largo de nuestras experiencias de vida que exponen el buen juicio individual y colectivo y nuestra cordura a las amenazas propias del medio lo que nos hace emocionalmente muy vulnerables, expuestos como briznas al viento.  Al sabernos frágiles e inmersos en este caos contribuimos mediante el autoengaño a la desestructuración del género humano como un sistema que engrana por cuenta propia, cojo con los demás mecanismos componentes del universo. No somos felices porque nuestros ancestros tampoco lo fueron; ellos asumieron el encargo de darnos lo que tenían y podían que a su vez recibieron de sus mayores en un esquema de limitaciones y profundas distorsiones emocionales y espirituales. Y cuando la rabia, el miedo, la tristeza, o la frustración afloran no sabemos lidiar con ellas por escasez supina de medios. Y no somos felices porque en la desarticulación emocional que llamamos existencia, repetimos conductas y enquistamos hábitos comportamentales destructivos, creyendo que ser felices es una obligación, no la resultante de un trabajo personal a fondo, honesto y con un alto grado de aceptación de nuestra condición individual, de nuestra cosmogonía.

Queremos un amor de cinematógrafo; queremos un amor como jamás nadie amó. Queremos el amor y amar según los cánones sociales; desde nuestra cortedad creativa, con el derecho a soñar perdido, girando sobre la cuenta del amor a debe por falta absoluta de fondos para su sana práctica. Es nuestra asignatura pendiente, pero no importa. Pida a la audiencia una definición sobre el amor para que, a lo mejor, termine llorando su desolación. O para que le dé pena ajena.

Decimos que amamos, pero ¿amamos? Para dar hay que tener. Nadie puede dar si no tiene, y a bien pocos les enseñaron de arranque el buen amor por ellos mismos. El amor tiene que ser mucho más que botar al aire pompitas con corazones en Instagram, bebé. Ante todo somos seres espirituales con una muy limitada experiencia humana a la que no podemos renunciar ni podemos dejar a un lado. Aceptar esa condición nos permitirá relacionarnos asertivamente con el gran maestro por excelencia: el dolor. El dolor emocional nos pone en el camino de hacernos verdaderamente fuertes. Porque dolor habrá así nos escondamos bajo las piedras y corramos a gran velocidad para evitarlo. Los estudiosos dicen ver con buenos ojos este caos como el inicio de un nuevo ordenamiento social. Confiemos pues en que no todo esté perdido. Recordemos que sobrevive el más fuerte…emocionalmente. Y nadie, que se sepa, se hizo fuerte entre complacencias y algodones.

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Fernando Cadavid Correa
Fernando Cadavid Correa

Consejero en Adicciones y Educación Emocional y Columnista


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