El Congreso de Colombia

Un Congreso de «animales»

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La vieja metáfora que describe la ciudad como una selva de cemento asume una nueva realidad en Colombia. La idea no alcanza a ser precisa porque apenas dibuja una espesura caótica plantada de edificios, en un sueño salvaje de modernidad que extraña vivir colgados de los árboles. También hace pensar aquel ímpetu irracional de “sálvese quien pueda”, mientras nos ocultamos en el follaje de una aparente armonía, obligado cada uno a su oficio diario en olvido de los otros. Podría significar incluso haber mudado el ideal de una tranquila cabaña en el bosque, si no escucháramos acechante en las calles el aullido de los lobos.

Si resultaran ciertas esas probabilidades literarias, la vida en nuestras ciudades entraña una voracidad que mantendría en fuga a los leones y les quitaría la risa a las hienas. Porque si pensamos en la Ley de la Selva como aquella que deja a cada animal hacer lo que quiera qué mejor metáfora para describir la vida civil en Colombia. En el reino de la selva es la más sabia de las leyes, pues no se necesita un congreso de animales para asumirla entre todos con natural comprensión. Se trata incluso de la ley que equilibra al mundo: la cadena alimenticia. Permite comer la porción justa a la orden de la necesidad.

Caso contrario las leyes en Colombia, que no obedecen un orden natural sino contra natura, sembrando la cizaña de los problemas que deberían cortar de raíz. Si aventuramos adentrarnos en nuestra vida salvaje, nos devoraría al saber que no se legisla sobre necesidades ya que se atiende un oscuro origen de intereses.

Si algún día leyendo la Constitución nos quedáramos dormidos, tomados por el sueño que tuvo el constituyente primario, viviríamos un país en una privilegiada casa de esquina, con vista a dos océanos, instalada con los mejores servicios públicos naturales: bañados por la mejor hidrografía, la luz meridiana del Caribe, la más rica despensa de alimentos en todos los pisos térmicos. Niños de todos los colores retozan juegos de imaginación en un patio de árboles frutales, felices de saber su futuro en el pupitre del colegio.

¿Qué se ha hecho para construir el sueño de nuestra casa republicana? Todo ha quedado en el plano de un torpe juego de adultos en el que se representa la democracia. Las cifras de la economía reflejan con exactitud que se legisla sobre intereses sin tener en cuenta las necesidades. Lideramos en el mundo las estadísticas de mayor concentración de la riqueza; contando el privilegio de tener varios nombres en lista de los más ricos. Los bienes del hogar se los arrogaron cuatro grupos económicos, que escogen a dedo al presidente que más les sirva después de hacerlo desfilar en las urnas. Hasta los muebles de la casa fueron vendidos a particulares, con el pretexto de que aposentan la burocracia. Por ende, la salud la volvieron un negocio, la educación un privilegio y la vivienda un lugar de esclavitud para poder pagarla. El sistema legal apenas puede resolver un mínimo de todos los conflictos que produce la situación social; en general, un sistema político que nos hace mendigos de nuestros propios derechos, al extendernos la mano con la acción de tutela.

El bienestar común propuesto se convirtió en una diáspora de desplazados a las ciudades, a los que no se les brinda ninguna oportunidad por traer impregnada la guerra en las selvas; después se les persigue cuando llegan a ser los delincuentes que habíamos pensado. Una sociedad enferma de odio escupe ácido sobre el rostro de sus bellas mujeres. Niños que duermen debajo de un puente sueñan la muerte que viene en camino. Se dice en voz baja que en La Guajira mueren niños de hambre y sed. En la costa Pacífica, atracada por la violencia, niños discriminados encuentran su única oportunidad laboral en empresas criminales. Ante sus ojos hambrientos los gobiernos otorgan licencias de explotación minera a familiares políticos, que levantarán de su sitio el medio ambiente que acuna su destino, sin el cual obligarán marcharse hacia la selva urbana.

Llegados a la ciudad, sorprende ver a la clase política en los escenarios de la democracia como si nada hubieran hecho; se les ve pasar saludando la estatua del Libertador como si Bolívar no los viera. Enormes congresistas engordados como elefante dicen que toman el alimento del pueblo. Impecables lagartos lucen maletines obtenidos de su mismo cuero. Entusiastas partidarios políticos saltan a saludar a sus jefes como perros. Si nos propusiéramos entre todos podría resultar simple la solución. Como los animales no pueden trasmitirnos sus ideas deberíamos revisitar la naturaleza, inspirarnos en la ley de la selva y tomar su ejemplo, sin necesidad de llevar animales al congreso.

Rodrigo Zabalata

Por Rodrigo Zalabata Vega

rodrigozalabata@gmail.com

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