
Espíritu navideño (III)


E
n el emotivo, enternecedor viaje del tiempo que vengo pedaleando y paladeando respecto a las creencias, usanzas, vivencias -de antaño y ogaño- referidas a la navidad, adherida a nuestra primavera existencial, larga, plenamente vivida, convertida en el peripatético otoño que corre velozmente e incita a no desfallecer en la disposición de agotarla -letra por letra-, sin el apremio delirante del gran reloj que marca el principio y fin sobre la tierra.
Desgarrado, nostálgico rastreo de la frenética rapidez con que hemos consumido, la entrañable, intrépida, vibrante juventud que este humilde provinciano imaginaba inagotable, repoblada de ilusiones, delirios, desengaños, excesos, tribulaciones; ayer convertido en hoy, sin imaginar que se agotaría tan rápido; mocedad anidada en el aristocrático, cálido, dulce, fascinante edén, ¡Pensilvania!, adherido a la infancia.
Caleidoscopio multicolor, donde viví, libre como un pájaro y comenzó la parábola vital de mi existencia, cargada de heterogéneas sorpresas en los arcanos del amor; de triunfos y fracasos; pérdidas irreparables; silencios; heridas sin cicatrizar.
Endémica tradición asimilada, más por instinto que por la razón, heredada de virtuosos abuelos a hijos y nietos de postín, que son el postre de la vida, y que, como los tres mosqueteros, son: “Todos para uno y uno para todos”.
Arrobador, folclórico, sempiterno paraíso, donde me formé, desasné, que insta en la nochebuena, a arañar cada segundo que pasa, antes que la pelona -que espera en la esquina- nos cancele -más temprano que tarde- la matrícula (¿tragedia o descanso?), en este mundo de fantasía, que parece entresacado de ‘La piel de zapa’ (1831), novela de Honoré de Balzac, que resume la historia de un joven que recibe un pedazo de piel o cuero mágico, que satisface cada uno de sus deseos; sin embargo, por cada sueño concedido, la piel se encoge y consume una porción importante de su energía vital.
Elucubración, cuitas ateridas -cual deidades- a la soñadora fábula -a veces trágica-; que infunde ánimo; ganas (muchas) para seguir luchando, impávidos, con natural desenvoltura, dignidad imperial, por subsistir en este valle de abrojos, y prolongar -en el tiempo- esperanzados, la exultación de poder apreciar los exóticos, indescriptibles, esplendorosos, míticos, poéticos amaneceres azules de la amada ¡Pensilvania!
Acogedor, cosmopolita, pródigo, onírico, dulcificado remanso, de espesos, verdes bosques encantados; de gente inteligente, buena, garbosa, hospitalaria, culmen de altivez, altruismo, civismo; rociado por cantarinas aguas, arrullado por cristalinos, límpidos ríos. Ambiente de raigambre campesina, transparente como el aire puro que, como una estela de alegría, de fe -inquebrantables-, transmiten energía, fuerza existencial, optimismo.
Ancestral territorio donde alcancé faustos logros que me han dejado imborrable, profunda huella en el alma. Satisfacción, experiencia que, muy a mí pesar se marchitan, preludio del dramático, inenarrable, irremediable, torturante ocaso que se avizora.
Sumergido en las recordaciones -ante las que sucumbo-; confinado por el martirio de los años -sin boleto de regreso-, con cada retorno -de vértigo- a la espléndida, insubstituible cuna, la irremplazable solariega tierra de promisión, iluminada por la prominente estirpe de sus antepasados, emprendo un nuevo retorno, de manera virtual -forzado por la pandemia-; remembranzas que, con la velocidad de un rayo, bajan del cielo en mi ayuda a objeto de rebobinar fielmente la película protagonizada por este sencillo escriba, en el atractivo, excepcional, precitado ‘País de Jauja’, donde todo era posible.
Olimpo de complaciente, delicada, irresistible, jubilosa belleza; fuente inagotable de inspiración, bordada por regocijos, donde quisimos todo lo que hicimos e hicimos todo lo que quisimos. Perennes, pétreas reminiscencias, cinceladas en mármol, sin que las brumas del tiempo puedan desteñirlas mientras viva.
A escasos días de un centenario más del nacimiento -3 de febrero- del deletreado, deslumbrante vergel; absorto, subyugado, con reverdecido vigor juvenil -que pensé que jamás declinaría-; en que creía, sentía lo que canturreaba, madrugo a cantarle, emocionado, a pleno pulmón, a Pensilvania, como lo hacía antaño en el Colegio:
‘Salve tierra, donosa y fecunda, / de riquezas, de honor y esplendores, / Salve niño de ensueños y flores, / de placeres encanto y amor’. / A ti canta me pecho inflamado, / de perdón, entusiasmo y orgullo, / y te ofrenda cual místico arrullo, / las endechas de grata canción. / Pensilvania al nombrarte en mis labios, / de tu amor se enardece la llama, / Es tu nombre el hechizo que inflama, / de placeres y amor juvenil. / Si nos brindas glorioso pasado, / de trabajo, de paz y ventura. / La virtud de tus hijos augura, / un risueño y feliz porvenir”. Continúa.
Bogotá, D. C. 16 de noviembre 2020
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