– ¿Cómo lo logramos? – le pregunté sin esperar una respuesta de su voz pausada que, en efecto, no dijo nada. Dijeron más sus pupilas brinconas y brillantes, incrustadas en esos ojos diminutos vestidos por los mechones de sus greñas largas y desarregladas de quinceañero cuarentón.
– Es una pregunta compleja – se limitó a decir, como ganando tiempo.
– ¿Será hermano- sin soltarlo-… que usted diseña sus edificios con la misma fórmula mágica con la que mis letras describen mis personajes ?
Todo vino de a gotitas, primero fue conocerlo, saber que no usaba WatsApp y que no había forma de que alguien lo convenciera de incorporarlo a su vida, verle esas pintas de Dandy europeo bien a la medida tomada por Ricardo Pava, siguió la risa cruzada en la boca, levantando el costado de su labio derecho, como lo haría cualquier amigo descerebrado del colegio antes de llevar a cabo alguna acción criminal en contra del profesor, pude descifrar en sus palabras trazos de pintura delicados y sutiles cuando hablaba de las mujeres, de una forma tan surrealista, devota y venerable como si fueran delicadas criaturas brillantes de ultramar, cubiertas de diamantes en la pecera inmensa de su vida, entendí que entre las sábanas Didier buscaba esa gasolina que produce el sudor de la piel femenina y que es la que a algunos nos enciende la consciencia.
Terminé convenciéndome cuando vi su obra, esas curvas de cemento que trepaban hasta las nubes, o los bloques inconstantes en perplejo desequilibrio, o sus espacios musicales en sus casas de campo como notas de DepecheMode. Lo supe caminando algunos de sus edificios, viendo cómo se burlaban de los demás, como matoneaban hasta a los más grandes y pomposos, que tendrán que sufrir a perpetuidad la cercanía del libertario anárquico que le construyeron al lado. Corroboré lo que ya presentía: Sus líneas venían del mismo lugar de donde venían mis letras.
Seguro que mis párrafos son paridos por esa misma madre fecunda, promiscua y barragana que da a luz los trazos de Didier Rincón, el arquitecto que está llenando el país de piezas descomunales, que en pequeño merecerían un espacio en el Museo de Arte Moderno o quizá un juicio inquisitivo que las terminara amarrando, achicharrando en la hoguera facha de esta sociedad reprimida.
– Son imágenes – empezó diciendo como apuntándole al tablero con el dardo aún en la mano.
– ¿Cómo así? – le respondí como tratando de agarrar un pescado untado de aceite.
– Así- me respondió con la misma sonrisa perversa – este, por ejemplo , mostrándome aquel edificio curvo que parece que lo moviera constantemente el viento- …este se me ocurrió después de agitar la cama, cuando vi esa espalda delicada, esa línea cervical femenina me dijo que debía traducirla en el cemento. Mientras diseño, Daniel, amo más a la mujer de mis sueños.
Empezaba a labrarse el camino. Entre las pisadas que iba dejando la conversación entendí que el proceso creativo suyo, como el mío, tenía varias vertientes, la madre de nuestras ideas es una monstruosidad polígama y mal paridora de criaturas de circo provenientes de varias vaginas.
Algo venía de las emociones, de los estados de ánimo. De la felicidad radiante que genera un buen polvo, de la tristeza, de la rabia, al arquitecto también le llegaba directamente sin filtro alguno, la musa de la inspiración literaria. Ella estaba también en el estudio de Didier, caminaba drogada y hipposa entre sus esculturas de Negret, entre los asientos de diseño, a través del revoltijo de sus papeles y libretas, pero sobre todo se divertía cuando se bronceaba en esos pergaminos kilométricos y papales, como aquellos que contaban las historias épicas del medioevo. “En estos rollos está la historia de cada edificio, de cada casa, de cada apartamento, todo de mi puño y letra” No podía creer lo que veía, ahora, en pleno siglo 21, en medio de tanta contaminación tecnológica, de esta sociedad que fluye entre canales por los que transmitimos nuestras emociones como si fueran en un tren bala, en este mundo atómico que espichando 2 botones podemos hacer estallar, allí, frente a mí, el genio rebelde de la arquitectura colombiana, me decía que dibujaba sus edificios como lo hacían los alquimistas egipcios cuando guardaban sus fórmulas secretas en papiros interminables.
El arquitecto, aunque no lo supiera, vivía la misma catarsis que yo sufría cuando escribía, caminaba tomado de la mano de los mismos fantasmas, lo poseían las mismas fuerzas hechiceras, él también contaba historias, su forma de narrar era idéntica a la mía solamente que usaba otros elementos.
– No siempre es tan sencillo. Calló un momento. Se detuvo a observar algunas fotos de su catálogo – …algunas veces me toca pensar un poco más- añadió agarrando su mentón como lo haría un filósofo en pleno trance.
– ¿En que piensa?- pregunté, nadando hacia abajo.
De su visión catastrófica de la sociedad de consumo, de la censura al poder devastador del hombre sobre la naturaleza, de la rebeldía frente a los postulados y dogmas impuestos por una sociedad esclavista y desalmada, que requiere de mulas serviles que carguen el peso de todos esos castillos corporativos, que en el largo papel que atraviesa la mesa de su estudio, tienen alma, viven tras un proceso de humanización, dramatúrgico podría decirse, si tenemos en cuenta sus propias palabras: Un edificio es la manifestación teatral del recorrido. Me diría apuntando con el dedo un edificio de apartamentos, inmenso y repleto de vidrios brillantes, reflectivos, una mole impresionante que parecía un acorazado, un yuppy corporativo vestido de Armani de pies a cabeza, al que humanizaban varias zonas verdes en las que crecían arboles incrustados, arriba, en la fachada que traducía una novela ya escrita, describía al ser que camina por las páginas del cine y la literatura, que bien pude ser el Padrino de Puzzo tan gélido como humano, tan devastador como cariñoso, o el Hannibal Lecter tan brutal como emotivo, su edificio era el protagonista en el guion de una gran película, o cualquiera de esos personajes que todo escritor goza retratando en sus escritos, tan podridos y perversos, pero con una llama famélica de humanismo, el único recurso para que el lector se interese en ellos y quiera conocerlos, como las construcciones de Didier, que más que bonitas son interesantes porque son libros que agarran, que dan ganas de leer, de entrar en ellos.
– Una vez, por ejemplo, fueron la hadas – Me dijo observando fijo y frentero con una mirada que no mentía.
– ¿Las hadas? – le pregunté escéptico.
– Sí, las hadas- se detuvo seco. Antes de empezar a buscar un folleto.
Fue un conjunto de casas en la montaña, exclusivo para millonarios. Iniciaba su carrera. Se presentaron alconcurso varias firmas de arquitectos, él era prácticamente recién graduado, antes de elaborar los planos, visitando el terreno al que atravesaba un pequeño rio en el que habitaba todo un ecosistema, un anciano campesino le dijo que ese caudal era de la hadas y que era peligroso tocarlo. Didier fue finalista junto a otra, una firma muy puppy, ancestral y de prístino prestigio, firma que fue la ganadora con un proyecto que prometía un conjunto de lujo, que tapizaría en asfalto el lugar donde se iban a bañar todos los días aquellas diminutas deidades cósmicas.
– ¿Perdió? – pregunté.
– Si- dijo como el buen narrador que es, dejando lo mejor para el final.
Resulta que a la firma famosa no se le vendió ni una casa, el proyecto fue un fracaso total, entonces lo que hicieron fue llamar al segundo, al que ya tenía a las hadas de socias y que se pusieron de vendedoras tan eficaces que en un par de meses ya no quedaba nada por vender. Y allí están ahora los millonarios oyendo el ruido de la cañada, y arriba, en la biblioteca del estudio, sentada sobre uno de sus libros gruesos de fotografía, observándolo todo, un hada preciosa, de chaqueta de cuero se fuma un porro, sonríe y coqueta me pica el ojo.
Por Daniel Emilio Mendoza Leal
@eldiabloesdios