Por: Eduardo Padilla Hernández
Ser cereteano es cargar en el alma un manojo de recuerdos que se activan con cualquier olor, cualquier voz o cualquier esquina. Así me pasó hace poco, cuando coincidí con mi compañero y amigo Fernando Burgos Tamara. Nos encontramos como si el tiempo no hubiera pasado, y al mirarnos supimos que había un hilo invisible que nos unía: fuimos exalumnos del colegio Pablo VI de Cereté, amigos de infancia y cómplices de aquellas travesuras que solo se viven bajo la sombra de la inocencia.
Entre risas y anécdotas, decidimos que era momento de hacer algo que nos movía desde hace tiempo: visitar al Padre Gumersindo Domínguez Alonso. Ese nombre que para nosotros no es solo el de un sacerdote, sino el de un símbolo de paz, de servicio y de entrega en nuestra tierra.
Llegar a su presencia fue como abrir un cofre donde guardábamos intactos nuestros años de estudiantes. Al verlo sentado, sereno, con esa mirada que parece leer el alma, nos invadió una sensación extraña: era como si el tiempo se hubiera detenido. Sus manos, que han bendecido a generaciones enteras, nos recibieron con la misma calidez con que recibe a todos.
Evocamos recuerdos de nuestra niñez, de los patios del colegio, de las tardes de fútbol improvisado y de aquellas risas que se escapaban en los recreos. Él escuchaba con una sonrisa tranquila, y en medio de la conversación, sin proponérselo, nos volvió a enseñar lo que siempre ha sabido hacer: mostrarnos que la vida se vive con calma, que la fe es un acto de todos los días y que la amistad es un regalo que no se marchita.
Esa tarde entendí que el Padre Gumer no es solo parte de la historia de Cereté, sino parte de nuestras historias personales. Que lo que soy y lo que sigo aprendiendo tiene algo de sus consejos, de su ejemplo y de su manera silenciosa de predicar con el corazón.
Volvimos a nuestras casas con el alma ligera, como si hubiéramos regresado a esos días de inocencia en que el mundo cabía en una pelota de trapo y en la certeza de que siempre habría alguien esperándonos con una bendición.
Gracias, Padre Gumer, por ser memoria viva, por ser maestro sin pizarrón y por enseñarnos que el mejor sermón es vivir para los demás.