El Espejo Roto: Cuando el Hombre Secó el Mar

Compártelo:

Por Eduardo Padilla Hernández

Hubo un tiempo en que el horizonte era una línea azul titilante, un susurro salino que llegaba hasta las calles de la ciudad. Había un mar. No lo digo en sentido figurado: había un cuerpo de agua vasto, profundo, lleno de vida, un regulador del clima, un paisaje del alma. Hoy, en su lugar, se extiende un desierto de grietas poligonales, un cementerio de barcos oxidados que yacen como esqueletos de criaturas mitológicas. El hombre no solo contaminó el mar; lo mató de sed. Lo secó.

Este no es un relato apocalíptico de ciencia ficción. Es la historia del Mar de Aral, es el presagio de lagos y humedales en todo el mundo, y es, sobre todo, la metáfora más cruda de nuestra hybris colectiva. Secar un mar no es un accidente; es un proyecto. Es la decisión deliberada de desviar ríos, de encauzar arados hasta la última gota, de priorizar el algodón sobre el agua, el beneficio inmediato sobre la permanencia. Es creer que la naturaleza es un recurso inagotable y no un sistema frágil e interconectado del que somos parte.

La actividad humana que lleva a semejante catástrofe es multifacética, pero tiene un núcleo común: la ceguera. La ceguera de ver los ríos como meras tuberías de riego, no como las arterias vitales de un ecosistema mayor. La ceguera de considerar el agua solo en términos de costo y rendimiento agrícola o industrial. La ceguera de creer que podemos alterar los equilibrios fundamentales del planeta sin sufrir las consecuencias.

El mar seco es el espejo roto donde deberíamos ver reflejada nuestra propia insensatez. En su lecho yacen no solo peces, sino también comunidades devastadas, culturas vinculadas al agua que ahora se dispersan como el polvo salino que levanta el viento y envenena los pulmones. Ese polvo, cargado de pesticidas y sales, es el símbolo perfecto del veneno que, en nuestra arrogancia, terminamos por inhalar. Destruimos el mar y, al hacerlo, nos enfermamos nosotros mismos.

¿Qué nos dice este desastre? Que no hay tecnología, por avanzada que sea, que pueda recrear un mar. Podemos enviar cohetes a Marte, pero no podemos resucitar un ecosistema marino muerto. La lección es de una humildad feroz: hay umbrales que, una vez traspasados, no tienen vuelta atrás. La naturaleza tiene una resiliencia asombrosa, pero también puntos de no retorno.

El mar seco es, por tanto, una advertencia monumental escrita en la corteza terrestre. Es una llamada a abandonar la lógica depredadora que ve en cada río, cada lago, cada acuífero, una cuenta corriente para ser saqueada. Necesitamos una ética del agua radicalmente nueva, basada en la reverencia y no en la explotación; en la sostenibilidad integral y no en el rendimiento a corto plazo.

Mirar ese horizonte que ya no brilla duele. Pero ese dolor debe ser el motor de la acción. Proteger lo que queda los océanos, los mares interiores, los glaciares, los ríos ya no es un gesto romántico de naturalistas. Es un acto de supervivencia elemental. Para que ningún otro niño tenga que señalar un desierto y escuchar a sus padres decir: “Ahí, donde ahora solo hay polvo y silencio, una vez hubo un mar”.

No permitamos que el recuerdo del azul sea solo una leyenda triste. Aprendamos, por fin, a convivir con el agua, no a dominarla hasta matarla. El futuro de la humanidad, literalmente, pende de un hilo de agua dulce. No lo sequemos.

Compártelo:
Eduardo Padilla Hernández
Eduardo Padilla Hernández

Abogado, Columnista y Presidente Asored Nacional de Veedurías


Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *