El perdón es un pájaro herido que aún canta

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Por Eduardo Padilla Hernández

En algún rincón polvoriento de Sucre, donde el silencio madruga más que los gallos, una mujer que perdió tres hijos me dijo un día que ya había perdonado, pero que no sabía si eso servía para algo. “¿Usted cree que con eso alcanza?”, me preguntó. No supe qué decirle, porque el perdón no es una fórmula, ni un decreto, ni una escena de telenovela en la que dos se abrazan y se acaba la guerra. El perdón, como los cantos de los grillos o las cartas que nunca se envían, ocurre en otra dimensión del alma.

En este país que no ha aprendido a llorar distinto, el perdón es un bicho raro. Da miedo nombrarlo. Nos enseñaron a defendernos antes que a comprendernos. Nos dijeron que perdonar es de débiles, cuando lo que más agota no es el duelo, sino arrastrar la rabia durante años como si fuera un morral lleno de piedras.

Perdonar ¡vaya verbo! no es un acto de magia, sino un gesto profundamente humano. Gabo lo habría dicho mejor, con su prosa de machete envainado: el perdón es una flor que crece en el lodo de la memoria. Y tenía razón. No hay perdón sin memoria, ni reconciliación sin verdad. Uno no perdona para olvidar. Uno perdona para poder seguir mirando la vida sin que se le empañen los ojos con odio.

Juan Gossaín, con su voz de campana vieja, dijo alguna vez que en las guerras de familia el que da el primer paso no es el más sabio ni el más fuerte, sino el más cansado. Yo creo que el país también está cansado. Cansado de matarse, de dividirse entre buenos y malos, de repetir las mismas frases y llorar las mismas víctimas con nombres distintos. Cansado de cargar muertos como si fueran herencias malditas.

Y aun así, hay quienes todavía creen. No son santos ni beatos de altar. Son mujeres que cocinan mientras esperan justicia. Hombres que trabajan la tierra donde cayó su hermano. Niños que no entienden de política, pero sí reconocen cuándo un abrazo no tiene truco. Ellos, sin saberlo, han empezado a perdonar. Y eso, aunque nadie lo diga, es un milagro.

He visto cómo el perdón se materializa en los sitios más insólitos: en talleres de arte donde excombatientes pintan lo que nunca supieron decir, en actos simbólicos donde una madre entrega una carta al que disparó contra su hijo, en proyectos restaurativos donde víctimas y victimarios se miran sin intermediarios y entienden que el futuro solo es posible si lo construyen juntos.

Paul Ricoeur escribió que el perdón es “recordar de otra manera”. Yo lo traduzco así: el perdón es cuando el dolor deja de ser cadena y se vuelve semilla. Semilla de algo nuevo. Algo humilde. Algo que no siempre florece, pero que cuando lo hace, cambia hasta la tierra.

Eso sí, no hay perdón sin dignidad. Ese es el límite. Perdonar no es arrodillarse, ni callar, ni tragarse la historia. No es renunciar a la justicia, sino buscar una justicia que no se parezca a la venganza. Una que no repita el daño, sino que lo nombre, lo dignifique y lo transforme.

En Colombia hemos tenido todas las guerras, pero aún no hemos probado todas las paces. Nos falta la paz que se hace con el corazón y no con una firma. Nos falta la paz del perdón difícil. Ese que no cabe en los acuerdos, pero sí en las decisiones íntimas. El que no borra el crimen, pero lo resignifica.

Si usted ha sido víctima, quiero decirle algo con respeto profundo: no está obligado a perdonar. Nadie puede forzarlo. Pero si algún día siente que el odio pesa más que el recuerdo, si despierta con ganas de dejar de cargar el pasado, sepa que eso también es un acto de rebeldía. Porque perdonar, en este país, es resistirse a que el dolor lo gobierne todo.

Y si usted ha sido victimario, recuerde que pedir perdón no es suficiente, pero es un comienzo. Porque entre el que lastima y el que sufre, siempre hay un país en disputa. Y ese país puede elegir ser otra cosa.

El perdón no es el final. Es apenas un claroscuro. Pero en la noche más espesa, hasta la luciérnaga más tímida puede guiarnos de regreso a casa.

Eduardo Padilla Hernández*

Un colombiano que todavía cree que la paz es posible si aprendemos a pronunciar bien la palabra perdón, con todo el pecho y sin bajar la mirada.

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Eduardo Padilla Hernández
Eduardo Padilla Hernández

Abogado, Columnista y Presidente Asored Nacional de Veedurías


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