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La Casa de Nariño atrapada en la plaza pública

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Por Ing. Sixto González

El reciente post en 𝕏 (antes Twitter) del presidente Gustavo Petro, pronunciado tras el asesinato de Cristian Montaño –un joven chef de Ibagué–, muestra con claridad una tensión recurrente en su estilo político: la de hablar como líder de un movimiento activista antes que como jefe de Estado. El texto cargado de imágenes simbólicas, evocaciones históricas y denuncias políticas refleja un tono propio de la plaza pública, pero no el de un gobernante que debe representar a todos los colombianos, sin distinción ideológica.

LINK DEL TRINO:

https://x.com/petrogustavo/status/1974100101824905360

Petro presenta el crimen como un acto político, un asesinato motivado por las ideas progresistas que Montaño representaba. En su relato, el joven chef se transforma en mártir, víctima de un supuesto odio alimentado desde los púlpitos de poder y los medios de comunicación. De esta manera, el presidente convierte un hecho de violencia individual en una alegoría nacional sobre la lucha –según él– entre el progresismo y el “nazismo del corazón” de ciertos sectores.

Sin embargo, al adoptar esta postura, el mandatario reduce la complejidad del problema de la violencia en Colombia. En lugar de condenar el crimen en términos generales y asumir la defensa de la vida como principio rector del Estado, su énfasis recae en presentarlo como un ataque contra su proyecto político. Ello tiene un efecto divisorio: en vez de convocar a la unidad contra el odio, acentúa la polarización entre quienes lo apoyan y quienes lo adversan.

En varias secciones del discurso, Petro recurre a la exaltación de símbolos históricos del Tolima, asociando el legado libertario y reformista de líderes pasados con la lucha de su movimiento actual. “El Tolima nunca fue nazi”, afirma, para luego enlazar la figura de Montaño con una bandera roja que simboliza la esperanza progresista. Esta retórica es legítima en boca de un líder de oposición o en un mitin electoral, pero resulta problemática en un presidente en ejercicio.

Un gobernante no puede limitarse a hablar para sus bases políticas. Su obligación es representar la totalidad del país, incluidos quienes no comparten su ideología. Al insistir en un lenguaje que divide entre progresistas “del amor” y opositores “del odio”, Petro refuerza la lógica de la confrontación política permanente, debilitando la confianza de amplios sectores en su imparcialidad como jefe de Estado.

Llamativa la ausencia de referencias a las instituciones encargadas de investigar y sancionar el crimen. El presidente no menciona a la Fiscalía, a la Policía ni a la justicia en general como garantes de verdad y reparación. En lugar de ello, desplaza el foco hacia la denuncia política y la construcción simbólica del mártir.

En vez de transmitir seguridad institucional, asegurando que los hechos no quedarán en la impunidad y que el aparato judicial actuará con rigor, opta por priorizar el relato político y no la respuesta estatal. Esta omisión alimenta lo sabido por todos: un presidente más preocupado por el simbolismo ideológico que por la gestión concreta de la justicia y la seguridad.

Afirma: “Nosotros somos la política del amor porque sabemos que solo una humanidad ayudándose saldrá adelante”. Mensaje que en la práctica está enmarcado dentro de una narrativa que identifica solo al progresismo como supuesta encarnación del amor y a nosotros sus críticos como portadores de odio. Esta apropiación del lenguaje moral genera un doble efecto: fortalecer una falsa identidad en sus seguidores, pero margina a millones de colombianos que no se sienten representados con esa visión.

“La política del amor”, planteada de este modo, no se convierte en un espacio de encuentro, sino en un mecanismo de exclusión. Deja fuera a quienes, desde otras ideologías, también defendemos la vida, la justicia y la equidad, pero que no comulgamos con su proyecto.

El estilo discursivo de Petro revela una dificultad mayor: la incapacidad de transitar de la lógica del activismo a la del gobierno. En campaña, los discursos emotivos, cargados de símbolos y confrontaciones, resultarían quizás eficaces para movilizar a las bases. En la presidencia, sin embargo, se esperaba un lenguaje de unidad nacional, de serenidad institucional y de garantías para todos.

Gobernar desde la plaza prioriza la retórica sobre la gestión, la emoción sobre la política pública, la identidad de grupo sobre la ciudadanía en general. En el caso concreto del asesinato de Cristian Montaño, ello significa dejar en segundo plano las preguntas esenciales: ¿qué acciones tomará el gobierno para garantizar la seguridad de líderes sociales y ciudadanos en general? ¿qué medidas estructurales se implementarán para reducir el clima de violencia política?

El discurso de Petro, es un espejo de su propia tensión política. De un lado, reafirma su identidad como líder de un partido que interpela a la historia y que supuestamente denuncia a los poderosos; del otro, evidencia la fragilidad de su papel como presidente de todos los colombianos. El exceso de símbolos y la falta de institucionalidad terminan desdibujando su deber fundamental que es el de proteger la vida y garantizar la unidad de la nación.

Si continúa abordando tragedias nacionales como oportunidades de reafirmación ideológica, profundiza la división del país y erosiona aún más su ya maltrecha credibilidad como gobernante. Colombia necesita un presidente que hable a todos los ciudadanos con la misma fuerza y respeto, no solo a sus seguidores. El paso de la plaza pública a la Casa de Nariño exige un cambio de lenguaje y de perspectiva que, a la fecha, sigue siendo una deuda, al parecer, impagable.

Colombia no necesitaba a un presidente convertido en trovador de epopeyas ni en profeta de plazas públicas; sino a un estadista que gobernara para todos. La Colombia serena y justa, cansada de ver cómo la retórica ha reemplazado a la gestión, advierte que Petro ha hecho de la épica un escudo para evadir responsabilidades concretas. Mientras el país exige resultados en seguridad, justicia y economía, el mandatario insiste en narrar luchas simbólicas. Ese desfase entre la palabra grandilocuente y la realidad tangible no solo desgasta a la nación, sino, que revela el riesgo de haber elegido a un activista de consignas antes que a un presidente de soluciones.

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La Otra Cara es un portal de periodismo independiente cuyo objetivo es investigar, denunciar e informar de manera equitativa, analítica, con pruebas y en primicia, toda clase de temas ocultos de interés nacional. Dirigida por Sixto Alfredo Pinto.


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