Por: Fernando Cadavid Correa.
Consejero en Adicciones y Educación Emocional
lapipolart.cadavid@gmail.com
Diatriba a la Amistad
Me detuve a pensar un poco cuando afirmaste que yo no tengo amigos. Y es que no, no me siento amigo. Ni bueno ni malo. Solo no me siento amigo ni tengo ganas de que otros quieran ser mis amigos. Hoy no le encuentro sentido a eso, ni percibo alguna vía para la construcción de un ideal para las relaciones sólidas, valiosas, honestas, duraderas y significativas.
En la adolescencia tuve dos buenos amigos: Martín a quien mataron sus enemigos por andar caminando por la cornisa en pos de la justicia. Era policía. Y Angelito a quien encontré con los años porque tenía problemas con los comportamientos de un hijo suyo y mi discurso no le resultó útil ni creíble. Así que este servidor y amigo no sirvió de nada porque un amigo está para ciertas cosas menos para salvar a los otros de ellos mismos.
A lo largo de mi vida me he cruzado con muchas personas con la que he tenido relaciones de cierta duración más bien utilitarias, esto es, porque se sirven de mi o me sirvo de ellas o ambos nos servimos del otro, nos canibalizamos y nos damos palmaditas en el hombro, jurando al viento lo buenos amigos que somos. Con otra gente solo he tropezado. Con los hombres somos amigos para hacer cosas de hombres: negocios o emborracharse y ya llevo un buen tiempo sin hacer lo uno y lo otro. Y con las mujeres pude resultar de riesgo pues en mi machismo retorcido me costaba mucho ser ‘el mejor amigo’, pues sus confidencias conmigo no estaban a buen recaudo y podía utilizarlas en oportunismo propio. Incluso y por dar lugar a la charla les digo -¿recuerdas?- que el amor se clasifica de tres maneras: ‘Amor a la Adán y Eva’, ‘Amor a la Romero y Julieta’, ‘Amor a la Don Quijote y Dulcinea’. Nunca falla. Las mujeres se encantan con esos debates. En esa condición, he sido más o menos amigo tanto en cuanto resultáramos mutuamente apetecibles y pudiéramos transar elocuencias verborreicas y parloteos básicos en las artes sublimes de la seducción y, entretanto, pasar ratos picanticos en la cama.
Hace un rato estuve mirando mis ‘amigos’ en el listín del celular y me encontré que son más los que eliminé que aquellos con quienes quisiera hablar. Y a muchos no los recordé y ni sé cómo llegaron ahí. Es curioso porque a mi edad debería esforzarme en conservar los amigos que tenga en vez de proponerme hacer amigos nuevos. ¡Qué pereza conocer gente! Eso que llaman empatía que es dizque‘ponerse en los zapatos del otro’ dejémoslo para que talleristas de fin de semana y trabajadores sociales queden bien con sus clientes. Hoy supe que no he tenido amigos, ni hoy ni nunca. Y ese es mi esquizo. Desconfié de ellos desde cuando niño me contaron la historia de un tal Judas Iscariote que hace dos mil años y ante un apuro económico vendió a su mejor amigo por unas monedas y hasta hoy nada que le perdonan eso.
En mi bien entendido, adoptado y mejor ejecutado síndrome de Peter Pan, si los amigos son de mi edad cronológica, o sea, contemporáneos, me carga oírlos hablar acerca de su última visita al urólogo, o del principio activo de su antihipertensivo; o que ya no toman vino porque les cae pesado, les da gota, reflujo o estreñimiento; o lo milagrosa que salió la cirugía para el cáncer de mama de la esposa que ‘se salvó porque mi Dios es muy grande’. Ahí es cuando me pregunto: si Dios lo hizo todo, ¿por qué el cirujano cobró semejante fortuna? No me gusta el café premortem, por más que me gusta el café. Si son más jóvenes, ando hipervigilando mi imprudencia supina para ver en qué momento digo una sandez o me permito sin darme cuenta comentarios mordaces.
Es que ante ellos casi siempre la cago y al momento sale a flote ese matón interno que todos llevamos dentro y que me dice: ¡Contrólate! Ya estás otra vez diciendo estupideces. Sospecho que por eso mis hijos jamás me presentaron sus novias. Los jóvenes deben sentirse abochornados igual que me sentía yo a su edad cuando mis hermanos mayores querían conocer a mis amigos pero en especial, a mis amigas. Eso es seguro. No me siento oportuno, ni siento que tenga nada interesante que aportar a la dialéctica con amigos pues siempre me sale muy descafeinada.
Y si lo social invita ‘a conocer gente y a hacer amigos’ en un medio protocolario como en los cocteles o en las cenas invariablemente resulto muy torpe con el uso de los cubiertos (este para el pescado, este otro para la mantequilla y las salsas, aquel para las carnes rojas…), o se me cae ruidoso un tenedor, o termino salpicando algo sobre la dama que está sentada a mi derecha mientras intento hablar con la boca llena. Entonces me inundo y flota de algún rincón de la estancia mi nube negra, y entonces quiero largarme a la seguridad de mi casa de vuelta con mis amigos verdaderos el silencio, algunos libros y la pintura. No quiero más ruido ni disturbios en la cabeza.
A lo largo de mi vida ya hablé demasiadas babosadas puesto que siempre me gané la vida a punta de lengua entretanto otros acudían a sus influencias, diplomas y pergaminos. Nunca pude contar un buen chiste y en los salones de café o los bares siempre fingí una pose pseudointelectual para que nadie le buscara la charla a mi presunta erudición de pendejo posmodernista. Por no saber comportarme según la ocasión y porque una persona así (yo) es aburrida. Si. Soy tremendamente aburrido y además, monotemático. Caigo siempre en los mismos lugares comunes y en la repetidera anecdótica, porque después de los cuarenta uno se vuelve marcadamente anecdótico. ¿Han notado que los hombres mayores de cincuenta siempre empiezan sus historias con aquello de que ‘cuando yo era pelao…’? Y los demás se retiran uno a uno, discretamente, con cualquier pretexto, como quien desgrana una mazorca, -las señoras dizque a lavar los platos- evitando por ahí tener que oír esa vieja historia rural contada por ene vez.
Hoy no quiero obligarme a pensar en cómo estarán esos, mis amigos en la redes sociales o fuera de ellas, nuevos y viejos; qué harán, en donde pasaron la última Semana Santa y qué tanta arena de playa se les metió entre la pantaloneta y la raya del culo; o qué comieron esa noche y en dónde. Y si bebieron piña colada o Cocacola. Y como ellos no tienen ganas de escuchar mi relato ni de mirar las fotos que le tomé con mi celular a una ranita, yo tampoco tengo por qué obligarme a oír sus fatuidades ni me interesa saber que a su tercer o cuarto nieto le pusieron por nombre Mateo, Fermín, o Ruperto o algo así (¿sería al nieto o al perro?). Bueno, eso poco importa. Tengo años de experiencia en no ponerles atención. Nunca, de verdad me importó. Ya pueden los del bachillerato ir eliminándome del patético chat ese con nombre picapleitos de jubilados sedentarios, regordetes y calvos: ‘Los panteras negras del 68’. Todos me importan un pito.
Cuando he sido amigo, soy el mejor y el más seguro puesto que todas las confidencias que les he escuchado nunca las recuerdo porque como dije, no les pongo atención a sus veleidades, retahílas y tribulaciones. En general, no logro tener conversaciones francas y honestas con nadie pues los seres humanos ahora me despiertan bastante poco interés porque para ellos y ellas resulta más valioso tener a la mano y en su mano un celular que revisan en su ansiedad minuto a minuto, como queriéndome decir que no les importo y que lo que verdaderamente les importa es que algo pase en su puto aparato así no pase nada, enrostrándome lo irrelevante y nimio que les resulto y jodiéndome de paso mi restico de autoestima. Hay quienes no dejan de chatear aunque su interlocutor esté sentado en tiempo real a menos de un metro, junto a ellos en la misma mesa.
Pues sí amiga, la última vez que tú y yo fuimos a comer ¿Recuerdas la comida? Yo sí. Tenía muchas ganas de que el tiempo volara para dejar de sentirme un idiota, para no seguir poniendo mi cara-sensei-de-serena-paz-en-el-corazón, de que todo está regio, forzando una sonrisa ante tus sarcasmos capciosos cuando me dices -¿cómo es que lo dices?- que lo que me pasa es que tengo Síndrome de Ansiedad Social y bla, bla, bla. Claro, como estás más loca que tu mamá… Solo esperaba largarme de esta vida, de este tiempo, de ese lugar. De esta amistad que solo fluye en el chat profesional de la terapeuta y el consejero. Es que cuando nos vemos no tenemos nada lindo de qué hablar. Ya no reímos, solo intelectualizamos todo lo que se mueva en el paisaje. Nuestra línea de tiempo pasó, convencido como estoy de que hay relaciones interpersonales que son como la comida empacada al vacío y las medicinas: tienen fecha de vencimiento.
Todo esto te lo digo porque si los amigos solo tienen por canal de comunicación un chat o recrear sus mentirosos mundos de fantasía en la red social reventando a puñetazos sus tórax invencibles o dando perturbadores brinquitos y volteretas como chimpancés adolescentes para capturar la atención de sus noviecitas de mentiras, de sus parceritos de pacotilla, de sus pares como si fueran fans, pues ya está bien de ser amigo si hoy no cuento con un recurso que me permita ‘amigarme’ primero con mis emociones e identificar oportunamente mis estados de ánimo. Son más los que quieren serlo para llenar una estadística (’influencers’ que llaman) que aquellos que resultan amigos a partir de un ejercicio de verdad.
Son muchos los que quieren tener un millón de amigos con los que ni han cruzado cuatro palabras nunca (´Saluda a tu nuevo amigo en Instagram’¡Patético!). Y tener unos millones de dólares en el banco mediante un extraordinario golpe de gracia alineando sospechosamente a su favor las balotas de la fortuna de una Lotto, o de un crucecito fino en un sótano de la DIAN como la arribista chica morena ella, la del Lambo rojo en Miami; así, ya, y porque sí, para enrostrar y pavonear su nuevo estatus frente a tíos y primos y a todos los del barrio y la universidad, porque a todos ellos los odian. Y en su sed de venganza darles en la jeta con el desprecio a los que fingieron ser amigos sabiendo que nunca fueron.
Yo sé que todas las personas necesitamos manifestaciones de afecto, aunque muchas veces darlas o recibirlas nos pueden enfrentar a severas crisis de identidad o autoestima (¿qué le digo? ¿Tendré mal aliento? ¿Estaré vestido apropiadamente?). Siendo honesto, me siento mejor de no saberme amigo porque ese vínculo (el de la amistad) refuerza mi ser defensivo mientras no aprenda a reconocer mis errores y a disculparme. El no-vínculo en cambio, nos deja en entera y auténtica libertad como seres y como individuos. Y de paso me exonera de cargas y responsabilidades para asumirme como amigo. Así les expreso mi total respeto. Y los libero de saludar con esa muletilla vacía y gomela tan de moda: – ‘¿Hola, cómo vas?’ –Porque luciendo mi mejor sonrisa, en silencio, responderé: – ¿Y a ti qué te importa? – Y cuando nos despedimos, hay quienes me dicen: – ‘Cuídate’-como queriendo advertir el peligro que significo para mí mismo, cosa que hace mucho sé.
Debes saber que en adelante, cuando alguien me pregunte que si eres mi amiga, responderé: – No, pero la distingo.
Y a todos mis amigos gracias por lo recibido y por tolerarme. Y por favor no me incluyan en sus grupos de WhatsApp, ni en sus chats, ni me inviten a sus fincas, primeras comuniones y matrimonios; tampoco a sus sepelios; ni me manden más fotos de sus gatos o cosa parecida.