Por Bernardo Henao Jaramillo
Columnista de Opinión
No existe consenso sobre la definición de la “buena gobernanza”, pero sí existen coincidencias en relación con las características que debe tener, entre otras, el respeto pleno de los derechos humanos, la vigencia del Estado de Derecho, el pluralismo político, la transparencia en los procesos e instituciones, la legitimidad, la eficiencia y eficacia del sector público, la sostenibilidad y los principios, valores y actitudes que fomenten la responsabilidad, la solidaridad y la tolerancia.
La gobernanza nacional está en total crisis y atravesando una fase inquietante. No hay claridad institucional, los derechos humanos se vulneran continuamente, así lo acreditan las tutelas propuestas contra el presidente que han sido concedidas; la separación de poderes es permanentemente quebrantada por el ejecutivo; los líderes sociales y de la oposición son objeto de atentados; se conocen pruebas de la ilegitimidad del primer mandatario; la corrupción está desbordada; el sector público es ineficiente e ineficaz; los principios y valores están perdidos, y para rematar nos sumergimos cada día en una especie de niebla compuesta por el entramado trazado por el presidente y su gabinete de acusaciones sin pruebas, rumores, viajes de Petro “con agenda privada” y lo que menos se esperaba: tensiones diplomáticas en las relaciones con los Estados Unidos.
Todo ese panorama termina sepultado en el silencio oficial y en el surgimiento de un nuevo nefasto suceso. La política oficial parece orientada, no a resolver los problemas estructurales, sino a inventar enemigos, construir relatos paranoicos y generar crisis artificiales que desvíen la atención de lo realmente importante. Mientras tanto, el ciudadano común se enfrenta a un caótico e incierto diario vivir.
El más reciente episodio de este tipo comenzó con el relato de un «golpe de estado». Una historia sin sustento promovida por el cuestionado ex canciller Álvaro Leyva y posteriormente amplificada por sectores oficialistas. Se filtraron audios que buscaban vincular a personas como el senador Miguel Uribe Turbay y la periodista Vicky Dávila a una absurda conjura contra el gobierno. Horas más tarde, incluso quienes difundieron los audios se vieron obligados a retractarse. Pero el daño ya estaba hecho: se sembró la duda y se instaló la sospecha. Igual aconteció con el señalamiento a la vicepresidente Francia Márquez.
Mientras tanto, el presidente de los colombianos, nuevamente en viaje al exterior, autorizó a su abogado Alejandro Carranza para que denunciara penalmente a Álvaro Leyva, por los presuntos delitos de conspiración para la sedición, traición a la patria e instigación a delinquir, calumnia e injuria. La Fiscalía, muy diligentemente, abrió investigación.
En paralelo, el atentado sufrido por el senador Miguel Uribe —un hecho de inmensa gravedad que configura un claro intento de magnicidio— ha sido relegado por el Gobierno Nacional. No ha habido manifestaciones de solidaridad institucional. La Fiscalía ecuatoriana colabora en la investigación, pero en Colombia reina un mutismo preocupante. ¿Por qué? ¿A quién incomoda este caso? ¿Qué y con cuál MANTA se está intentando encubrir?
Cabe señalar que el aviso que el presidente debe dar al Senado para trasladarse al exterior no corresponde a la ‘simple noticia’, sino que debe informar si va en misión oficial o no, lo que repercute en quién debe reemplazarlo, pues, si es en ejercicio del cargo ejercerá las funciones el ministro delegatario, según el artículo 196 de la Constitución y si no lo es será la vicepresidente de conformidad con el artículo 202 de la Carta Política. Es un hecho cierto que Petro fue a la provincia de Manabí (Ecuador) en “agenda privada” que no oficial. Ante el absoluto silencio de la motivación que existió para su estadía en esa región, sin aviso al Senado podría pensarse en que, como lo dispone la Constitución existió abandono del cargo.
Manta no es un destino cualquiera: es un puerto estratégico, vinculado a redes de narcotráfico y operaciones de inteligencia. ¿Por qué el presidente de Colombia viaja sin agenda pública a una ciudad clave para el crimen transnacional? ¿Qué actores no declarados participaron en esa visita? ¿Por qué esos dos días en Manta no fueron informados al Congreso de la República, como exige la Constitución? Ser Presidente no implica estar por encima de la ley, aunque el actuar cotidiano de este gobierno sugiera lo contrario.
A este cúmulo de hechos opacos se suma ahora un nuevo incidente, que bordea lo grotesco en materia diplomática: el embajador de Colombia en Washington, Daniel García-Peña, envió una carta inusualmente hostil al congresista republicano Carlos Giménez, representante del estado de Florida. En la misiva, el embajador adopta un tono ideologizado, altivo y despectivo, propio de un agitador político, no de un diplomático. La respuesta del congresista fue tajante: advirtió que este tipo de actitudes ponen en riesgo las relaciones entre Colombia y la bancada republicana en el Congreso estadounidense.
La carta de García-Peña no solo transgrede principios básicos de la diplomacia, sino que refleja el desprecio de este gobierno por la construcción de consensos y por las relaciones estratégicas de Estado. En lugar de tender puentes con quienes hoy tienen una influencia determinante en la política exterior estadounidense, el Gobierno Petro opta por ideologizar la embajada y dinamitar el diálogo justo cuando Colombia más necesita de aliados internacionales.
¿Qué sentido tiene enemistarse con congresistas clave de un país que ha sido socio histórico en materia de seguridad, cooperación, comercio y lucha contra el narcotráfico? ¿Qué pretende un embajador que responde con arrogancia a cuestionamientos legítimos, mientras guarda silencio frente a dictaduras como las de Cuba o Venezuela?
Nada de esto parece casual. Es parte de una estrategia sistemática de “gobierno por conflicto”. Petro y su círculo cercano necesitan enemigos —reales o imaginarios— para sostener su narrativa. El gobierno crítica a los jueces, al congreso, a la oposición, a los órganos de control, y ahora también a congresistas extranjeros. Cada vez que se destapa un escándalo interno —UNGRD, carrotanques, corrupción en el sistema de salud, irregularidades en Ecopetrol, atentados, etc.— se activa una nueva cortina de humo: un golpe de Estado ficticio, una carta diplomática escandalosa, una confrontación con la prensa o una visita secreta.
Mientras tanto, el país real sufre. La economía tambalea. La inseguridad se agrava. La violencia y los grupos ilegales crecen. Las relaciones internacionales se deterioran. La institucionalidad se erosiona. Y la verdad, esa sí, se entierra bajo toneladas de propaganda.
La ciudadanía debe rechazar este modelo de manipulación. Debemos exigir transparencia, respeto por las instituciones y un retorno al sentido común. Prudencia y mesura en el manejo de la relaciones internacionales. Porque cuando los gobiernos se dedican a inventar conspiraciones, es porque tienen mucho que ocultar. Y cuando los embajadores se comportan como activistas, es porque la diplomacia ha dejado de ser política de Estado. En este caos, alimentado por la desinformación y la confrontación permanente, se va creando el ambiente propicio para imponer una “constituyente popular” o una asamblea constitucional, abiertamente rechazada por una mayoría significativa de sectores democráticos en Colombia.
Byung-Chul Han, filósofo coreano, expresó “El imperativo de la transparencia hace sospechoso todo lo que no se somete a la visibilidad. En eso consiste su violencia”.