Por Bernardo Henao Jaramillo
Columnista de Opinión
El Presidente de Colombia tiene amplias responsabilidades que se expanden en diversos sectores de la administración pública. Atribuciones principalmente contempladas en el artículo 189 de la Constitución Política, siendo una de esas áreas la que corresponde a la política exterior o externa.
Así, dentro de las funciones que debe cumplir se encuentra la de establecer relaciones diplomáticas y comerciales con otros países, para lo cual debe, entre otras, originar acuerdos decisivos a fin de posicionar a Colombia en el mundo. Sin embargo, siguiendo su política de destruir el presidente Gustavo Petro insiste en algo imposible, irresponsable e inconveniente: modificar o dar por terminados, de manera unilateral, tratados de libre comercio producto de años de negociación y que garantizan el acceso de Colombia a mercados estratégicos. Lo repite en sus abusivos consejos de ministros televisados. Se trata de populismo barato que solo genera incertidumbre y deterioro en las relaciones internacionales.
Un TLC no tiene la naturaleza de un decreto ni de un contrato personal que se puede romper por el capricho de una de las partes, simplemente diciendo: ya no me gusta. Ello, porque son acuerdos bilaterales o multilaterales internacionales que requieren la voluntad de todos los intervinientes contractuales, negociaciones técnicas, aprobación de los congresos y revisión constitucional. Pretender lo contrario es desconocer el orden jurídico, ridiculizar la diplomacia y, de paso, engañar a la opinión pública con la idea de que basta con un golpe de micrófono para torcerle el brazo a Washington o a Tel Aviv.
Por regla general ningún país reconsidera tratados cada vez que a un gobernante se le antoja. Tratándose de Estados Unidos el Congreso norteamericano, no la Casa de Nariño, es quien lo decide bajo reglas claras: el Trade Promotion Authority (TPA) obliga a aprobar o rechazar en bloque cualquier reforma, sin margen para improvisaciones. Y hoy, con visas retiradas a funcionarios colombianos y una relación bilateral deteriorada, ¿de verdad alguien cree que Washington está esperando a Petro para renegociar?
La obsesión contra Israel es aún más absurda y producirá delicados efectos en la relación bilateral entre ambos países. El TLC entró en vigencia en 2020 y, según su artículo 15.4, puede denunciarse con un aviso previo de seis meses. Su vigencia corre peligro porque, a diferencia de la renegociación, la denuncia de un tratado internacional no requiere aprobación parlamentaria.
La hostilidad de Gustavo Petro hacia Israel no es diplomacia: es ideología prestada. Es la herencia retórica de Hugo Chávez, aquel que en 2010 gritó: “Maldito seas, Estado de Israel”. Pero un presidente de Colombia no puede gobernar como eco de consignas extranjeras ni usar las relaciones internacionales como plataforma personal para repetir viejas fobias, o preparar plataformas políticas en vísperas de un próximo debate electoral.
En cuanto a Israel, gran socio comercial en la adquisición de carbón térmico, este anuncio se suma a la expedición irresponsable de decretos que prohibieron la exportación de carbón a ese Estado. Al actual gobierno poco le interesa respetar los compromisos adquiridos por Colombia en sede internacional; el TLC con Israel ya lo venía incumpliendo, y fue denunciado en el momento en que se consiguió un pretexto político para ello.
La irresponsabilidad de jugar con los TLC no es simbólica: pone en riesgo empleos, inversión y el acceso preferencial de exportadores colombianos a mercados decisivos. Café, flores, banano, aguacate, confecciones, entre otros, son sectores que dependen del comercio exterior y que pueden terminar pagando un alto precio por causa de un mandatario ideológicamente obsesionado. Los colombianos de tiempo atrás sabemos que Estados Unidos es el principal socio comercial de Colombia. A ese país llega la tercera parte de nuestras exportaciones.
Los tratados internacionales no se rompen a punta de rabietas. Colombia no puede darse el lujo de convertirse en un país que negocia durante una década y destruye en un discurso lo que tanto esfuerzo costó conseguir. El populismo en política exterior tiene un nombre: aislamiento. Y hacia allá nos empuja la inconsciencia Petro con cada declaración unilateral. Lo único que logra es debilitar a Colombia en el escenario internacional.
Petro, que cree ser un nuevo mesías, considera que le basta con levantar la voz para cambiar las reglas del mundo. Pero el poder no consiste en gritar más fuerte, sino en gobernar con sensatez y argumento. Lo demás es ruido. Y el ruido, en política exterior, se paga caro: con aislamiento, con pérdida de confianza y con la humillación de un país que deja de ser respetado para convertirse en un socio incómodo.
Resulta aplicable lo dicho por Wiston Churchill: “Toma 20 años construir una reputación y cinco minutos arruinarla. Si pensaras en eso, harías las cosas de forma distinta”.