Por: Eduardo Padilla Hernández
Hoy se ha callado una voz clara, la del neurólogo que cartografió no solo el cerebro, sino la conciencia.
La del escritor que con tinta de valor dibujó ideas en el papel opaco de los días.
Tú, Doctor Burgos, faro en mi costa más bravía, fuiste de los pocos, los escasos, los esenciales, que no solo observó mi lucha desde la orilla, sino que se adentró en la marea conmigo.
Contra la corrupción, ese monstruo de sombras, tu palabra fue espada y tu apoyo, un escudo.
¡Cuánto extrañaré el honor íntimo de la primicia!
Llegaba tu mensaje, un correo cargado de lucidez, y yo tenía el privilegio del primer vistazo, de ser el primer corazón en latir al ritmo de tus párrafos, recién nacidos.
Eras un maestro que, en su humildad, pedía un concepto, una opinión, un destello, creyendo que este servidor podía añadir alguna luz a tu vasto universo de ideas.
Eso era amistad. Eso era confianza.
Eso era el raro y fino tejido del respeto mutuo.
Y ahora, «más es su tumba».
Qué frase tan bella y tan dura.
Sí, tu partida es una tumba que se abre, un silencio que crece donde antes había un diálogo.
Pero una tumba que, en su doloroso abismo, no es solo un final, sino un monumento.
Un recordatorio tallado en el alma de lo que fue tu integridad, tu lucha y tu amistad.
Tu tumba no es solo un lugar de reposo, es una semilla.
Porque lo que sembraste en mí, en tus lectores, en todos los que tuvimos el honor de cruzarnos contigo, no morirá.
Descanse en paz, Doctor Remberto Burgos de la Espriella.
Su legado no son solo artículos y diagnósticos, sino el coraje de la palabra honesta y el recuerdo imborrable de una mano tendida en el momento justo.
Que la tierra te sea leve, maestro y amigo.