“Aquí nací y aquí me entierran”

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Por mario arias gómez.

E

l mundo tiene sus derroteros, que no son posibles acomodarlos a nuestros gustos o deseos, preámbulo que explica, mi penosa ausencia que, por razones insuperables, interfieren mi presencia en el memorioso y solemne lanzamiento de la revista, “Remembranzas de Mi Pueblo”, referida al embriagador terruño, ¡PENSILVANIA!, a su gente, icónico pueblo sin igual, retazo de luz, de fuego, de belleza sobrecogedora; con incomparable clima, ‘de mejilla de novia’.

Amorosa publicación, concebida por la mente inquieta del caro amigo, OSCAR GONZÁLES HERNÁNDEZ, el famoso ‘COLACO’, brioso exalcalde, cuya aplaudida, fructífera y pulquérrima gestión, dejó tangibles obras que lo dicen todo. Grandilocuente tarea, que hizo tránsito al ininterrumpido y redentor progreso de ‘La Perla del Oriente de Caldas’, título con el que se reconoce a ¡PENSILVANIA!, en el concierto nacional.

Henchido de amor por la cautivante patria chica, suplo el ‘dolor de ausencia’, en la presentación en sociedad, de la revista, que es y será testimonio fiel de un pasado glorioso, recopilado con ferviente amor, por el acatado líder de la aguerrida y veterana promoción de bachilleres -año 1972-, el insuperable COLACO. Pesadumbre que en parte alivio con estas inconexas, conmovidas y sinceras palabras de desahogo, atiborradas de afecto inextinguible, por la tierra amada, tan cercana al alma, arquitecto de lo que soy, de la cosmovisión que sobre el mundo tengo, herencia de mis ancestros, de los sabios maestros que me desasnaron, los Hermanos Cristianos de La Salle; de Fortunato Zuluaga, Ismael Ramírez -almas benditas que en paz descansan-, y de otros patriarcas, que el solo mencionarlos, me haría interminable.

Gracias a los dioses del Olimpo, a la vida, a las plurales fuerzas del hogar patrio, que me acogió en su seno, al que tanto le debo, por lo mucho que me ha dado. Loor a su nombre.

Solariego entorno, del que salí un lejano día, con un liviano e iluso equipaje de ideales y quimeras, afanoso por cambiar el mundo, y que, a la sazón, hoy ya calvo, canoso, panzón y arrugado, -señal ineluctable que envejecimos-, me resigno a repasar, fascinado, sin aspavientos, aquellos hermosos tiempos de juventud, que para consuelo, soportan el trajinado: ‘Recordar es vivir’. Realidad que  me inoculó ánimo, para atender la honrosa invitación de COLACO, para plasmar los gratos recuerdos -constancia de haber vivido-, bajo el intemporal cobijo, de la estirpe pensilvense; recuento que es un vivaz testimonio de un agradecido, efímero y privilegiado hijo, del perdurable pasado común, que los creativos de la revista, tuvieron a bien hacerme, empeño que nadie quiere se marchite. Pasado que se aviva -ipso facto- con cada regreso, a los añejos parajes, donde pasamos imborrables momentos, con cercanos rostros de condiscípulos, con los que crecimos, nos formamos, trascendimos, en esta fértil, eterna y elogiosa comarca de ensoñación.

Pinceladas armoniosamente compiladas, que salen hoy a la luz pública, con el ánimo de hacer ‘camino al andar’, de registrar la tradición, el quehacer, el sentir del paisanaje, ejemplar labor, del que esperamos de sus hacedores, que no desfallezcan en el propósito, el cual anhelo continúe en el tiempo. Imperecedera e inextinguible antorcha, que deberá pasar, de generación en generación, a las que invito a recoger la posta, que la historia contará, que otrora enarboló, con samaritano arrojo y voluntad, el siempre joven, inteligente, brillante y apreciado COLACO, alma y nervio de la publicación, forjada para deleite de los pensilvaneños, que llevan en alto por el mundo, los genes de una insuperable y pujante raza, moldeada por  principios y valores inmanentes, que desbrozó montañas e ingentes dificultades, para hacer realidad un sueño llamado ¡PENSILVANIA!.

Órgano de difusión que almacenará el hipnótico e histórico lar familiar, cuna de todos, inapreciable regalo de la citada promoción de bachilleres liderada, por el elocuente e inestimable OSCAR, en cuyas afinadas, deleitosas y melodiosas páginas, cada quien encontrará, las sumas y restas de su interminable e incansable peregrinar, en este pequeño mundo pensilvense; oxigenado espacio verde-azulado, como el andareguear por estas breñas y empinadas calles de ensueño, fuente de inspiración, cargada de virtudes y defectos, errores y aciertos. Colmadas e imborrables reminiscencias, que desnudan el corazón de niño, de adolescente montaraz, de mayores, doloroso estado alcanzado, sin saber a que horas, ni cómo, ni cuándo llegamos a tan tan letárgico estado.

Pedazo de tierra de promisión, donde inicié mí periplo existencial, acuné ambiciones, anhelos, deseos, dudas, frustraciones, evocadas con nostalgia, junto a viejos amores y tusas. Pueblo al que regreso a veces, con el alma atribulada, contrita, para recordar antepasados; desenredar el ovillo de las recordaciones; reconstruir imaginariamente los remotos balcones de madera, lamentablemente desaparecidos, símbolos de la endémica arquitectura antioqueña; miradores adornados por quinceañeras en flor, convertidas en virtuosas y prolíficas abuelas; rememorar la alegre sonrisa de los abuelos; el tañido de las campanas de la iglesia, que, en las alboradas patronales, interrumpían el sueño mañanero, dando paso a las caprichosas nubes de plata, transparentes crespones de las auroras, previas al pespunte de tibios amaneceres, con la inconfundible aroma de olor a café recién molido, antesala de la salida de radiantes y bienhechores soles, surgidos de la cima del tutelar Piamonte, para colarse por entre las rendijas de las casas, para formar pausadamente en las tardes, románticos crepúsculos, poéticos ocasos, antes de  desvanecerse en el perenne e indescifrable morrón. Seductor caleidoscopio, incitante del pensamiento, la reflexión, la serenidad de espíritu, la fantasía, todo, a flor de piel, a flor de labio.

Días diáfanos, nostálgicas noches estrelladas de embeleso. Épocas que quedaron atrás, cuyo fotográfico y amarillento recuerdo, alumbra nuestra tercera juventud, reverdecida, con los agradables regresos al nido de la infancia, para reencontrarnos con nuestras raíces, excepcional manera de mirarnos nuevamente al espejo. Retornos, motivos de iluminación, espacio vital donde sentimos vibrar en el alma, la música del recuerdo, especialmente, cuando miramos la vieja casona de bareque donde nos levantamos, bajo la égida protectora de nuestra tierna, desvelada y querida madre, que tejió con sus manos, nuestro dudoso e incierto destino; igual, nos pasa cuando arrobados contemplamos la escuela, el colegio, donde eruditos maestros, con dedicación y esmero misericordioso, moldearon la arcilla que dio forma a nuestro futuro.

Aristocrático lugar, de estrellado cielo, donde por primera vez escuchamos, la eufonía del viento, el trino de los pájaros, el galante canturreo de las palomas, el murmullo del río; alegrías y ficciones referentes de nuestra niñez. Retornar, para saber si existe todavía la huerta de la lactancia, donde se cultivaban las coles, las ‘güasquilas’, el chirimoyo, el brevo, la papayuela, las uchuvas, las moras, la cebolla, el cilantro; si pervive el bullicioso café de la esquina, donde paladeamos boleros y tangos, con los que rumiamos desencuentros, despedidas lacerantes, furtivos reencuentros, con la novia y futura compañera, capullo de éxtasis, de piel canela, cabellos castaños, opíparos y carnosos labios, piernas seductoras.

Acudo -para terminar- al bardo chileno, Nicanor Parra, para decir con él: “A recorrer me dediqué esta tarde / las solitarias calles de mi aldea /, acompañado por el buen crepúsculo / que es el único amigo que me queda /. Todo está como entonces, el otoño / y su difusa lámpara de niebla /, sólo que el tiempo lo ha invadido todo / con su pálido manto de tristeza”.

Muchas gracias

Bogotá, noviembre de 2018

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Periodismo Investigativo


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