Por Eduardo Padilla Hernández
En Colombia, la corrupción no es un simple delito en el código penal; es un ecosistema, una cultura que ha permeado lo público y lo privado. Para entender sus raíces y, sobre todo, para detectar su lógica operativa, la fría y lúcida filosofía de Baruch Spinoza se vuelve una herramienta sorprendentemente actual. El pensador del siglo XVII, que analizó cómo las pasiones esclavizan y cómo la razón libera, nos ofrece un modelo preciso para diagnosticar el virus que carcome nuestra república.
El corrupto, en clave spinozista, es un ser dominado por lo que el filósofo llamaba pasiones tristes; el miedo a perder privilegios, la codicia insaciable que confunde riqueza con poder, la ambición que ve en el Estado un botín, y la envidia que prefiere hundir al otro antes que cooperar. En Colombia, vemos este diagnóstico reflejado en la politiquería que convierte el cargo público en una finca personal, en el contratista que soborna no para ganar un proyecto, sino para asegurar un monopolio, y en el ciudadano que «da la ayudadita» porque cree que el sistema solo funciona violándolo. Todos actúan desde una lógica de esclavitud pasional, creyendo que su beneficio inmediato está divorciado y debe estarlo del bien común.
Spinoza identifica un síntoma clave, la hipocresía como estrategia de supervivencia. El corrupto colombiano es, con frecuencia, un devoto conspicuo, un paladín de la familia y los valores, un crítico fogoso de la corrupción… de los otros. Es la doble moral institucionalizada, donde el discurso virtuoso es la cortina de humo perfecta para la rapiña. Spinoza desconfiaba de la virtud ostentosa; en nuestro contexto, esa desconfianza es el primer principio de sanidad cívica. Cuando un político o un empresario proclama demasiado fuerte su pureza, es tiempo de escudriñar sus contratos y sus cuentas.
Pero Spinoza no era un pesimista. Su antídoto es radical y constructivo: la Razón y el diseño institucional. La razón spinozista nos dice que nuestro verdadero interés no está en saquear las arcas públicas, sino en construir un Estado fuerte que garantice seguridad, justicia y oportunidades para todos. El corrupto es, en el fondo, un irracional, destruye el mismo sistema del que depende a largo plazo. Por eso, la solución no es solo moral, es arquitectónica. Spinoza insistía en que no debemos confiar en la bondad de los gobernantes, sino en ingeniar instituciones que hagan que al poderoso le convenga más actuar con rectitud que robar.
Aquí, el diagnóstico para Colombia es brutalmente claro. Nuestras instituciones, en muchos casos, han sido diseñadas o deformadas para lo contrario, hacer que la corrupción sea el camino de menor resistencia. La democracia spinozista, que él veía como el régimen más natural y menos proclive a la tiranía, requiere una participación informada y una distribución real del poder. En Colombia, la democracia a menudo se reduce a un ritual electoral donde ciudadanos, dominados por el miedo o la esperanza de un favor futuro, eligen a sus administradores sin mecanismos robustos de control, rendición de cuentas y revocatoria.
El «Test de Spinoza» aplicado a nuestra realidad arroja preguntas incómodas: ¿Actúa nuestro liderazgo político desde el miedo a perder votos o desde principios de justicia? ¿Las alianzas público-privadas fortalecen la infraestructura nacional o son mecanismos sofisticados de desfalco? ¿El sistema promueve la transparencia o normaliza el secretismo bajo etiquetas como «reserva de la suma» o «seguridad nacional»? ¿Vemos a la nación como un proyecto común de colaboración o como un territorio de saqueo por turnos?
La gran lección de Spinoza para Colombia es que la corrupción es, ante todo, un error de cálculo existencial. Su concepto de Dios como la Naturaleza (un orden único, interconectado y racional) implica que dañar el cuerpo social es, en última instancia, dañarse a uno mismo. El soborno que desvía recursos de un hospital, el contrato amañado que construye una carretera que se derrumba, la mermelada que clienteliza el hambre; todos son actos de automutilación colectiva.
El camino spinozista exige, entonces, una doble revolución; una ética, que fomente ciudadanos más racionales, menos pasionales y más conscientes de su poder; y una política, que rediseñe las reglas del juego para que el interés individual solo pueda realizarse a través del interés público. No es una utopía. Es la única racionalidad posible para un país que quiere, por fin, dejar de ser víctima de sus propias pasiones tristes y construir una república donde la libertad no sea el privilegio de violar la ley, sino la seguridad de vivir bajo leyes justas, hechas por y para todos. En ese proyecto, la lúcida mirada de Spinoza es más necesaria que nunca.










