Hoy estuve en las honras fúnebres del senador Miguel Uribe Turbay. No vengo a hablar de política ni de nombres. Lo que vi allí es lo mismo que he visto en tantas esquinas de este país: familias abrazadas al vacío, miradas perdidas, manos que tiemblan porque ya no tienen a quién sostener.
En Colombia la muerte no discrimina. No importa si es un líder social, un estudiante, un campesino, un soldado o un senador: el dolor es el mismo, y es insoportable. Una silla vacía en la mesa, una voz que no volverá a escucharse, un abrazo que nunca más llegará. Ese silencio es idéntico en una vereda olvidada o en una capital ruidosa.
Me duele como padre, como esposo, como amigo y como colombiano. Me duele que las despedidas se multipliquen, que la violencia sea rutina, que las campanas doblen cada día y ya casi nadie pregunte por quién. Me duele que nos estemos volviendo expertos en enterrar, y analfabetas en abrazar.
No podemos seguir normalizando la sangre. No podemos acostumbrarnos a que la vida se apague en manos de la indiferencia, del odio o de la ambición. No podemos seguir viviendo como si la muerte de otro no fuera también nuestra propia herida.
Paren ya de matar. Paren ya de condenar a este país a un duelo eterno. Porque cada vez que cae un colombiano, lo que muere es una parte de todos nosotros.
Como dijo Gabriel García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”. Que pronto podamos contar una Colombia donde ya no haya más historias interrumpidas por una bala.