Por Rafael Rodríguez-Jaraba*
Hoy, 20 de julio, los colombianos celebramos la más importante Fiesta Patria, y es momento propicio para evaluar desempeños, logros y frustraciones; también, para reflexionar sobre los obstáculos que nos distancian de un mañana mejor.
Si bien habíamos avanzado, ahora estamos retrocediendo a causa del remedo de gobierno que padecemos, y la nación sigue estacionada en el subdesarrollo, y no por carencia de recursos naturales, económicos, financieros o tecnológicos, sino la mala elección de un gobernante dislocado, inepto, incapaz, y, además, mentiroso, así como por el facilismo, el conformismo la indiferencia y la corrupción que nos consume, como resultado del fracaso de la educación.
Ojalá que a partir del 2026 avancemos unidos en la construcción de una patria mejor; lograrlo es cuestión de decisión. Entre tanto seguimos sin entender que, por encima de nuestros intereses individuales, económicos e ideológicos, están los intereses superiores de la nación.
Necesitamos construir una unidad nacional fuerte, diversa y pluralista; pero monolítica y solidaria, que nos integre en una fraternidad inquebrantable, y no tan solo en el duelo o la alegría. Ser colombiano debe ser la vivencia permanente de un ideario común de valores que debemos definir.
Seguimos sin comprender que el cumplimento de la ley garantiza el orden, y que toda acción u omisión debe subyugarse a ella, y que el anhelo de paz no nos debe llevar, por indulgencia, a su quebrantamiento.
Seguimos sin entender que la educación es la cimiente del progreso, y que en ella debe primar la formación sobre la información. Requerimos de maestros formadores y nos sobran profesores informadores. Necesitamos que la educación siembre virtud en mentes y corazones, y en ellas plante la semilla del espíritu empresarial, el emprendimiento y la superación.
Seguimos indiferentes ante al aumento desbordado de la población más vulnerable, ignorando que mientras sigan naciendo colombianos sin posibilidades ciertas de manutención y educación, no cesará el desempleo, la pobreza y la violencia. Necesitamos una política educativa capaz de persuadir de manera eficaz una planificación familiar responsable.
Nos mantenemos afectos a la prebenda, a la componenda, al privilegio y al favor indebido. Propiciamos o toleramos la corrupción de funcionarios públicos que venden la dignidad, expolian la economía y socavan la confianza. Necesitamos derrotar esta epidemia que nos envilece.
Nunca antes como ahora, la sociedad había estado tan amedrantada, confundida y desorientada, y la democracia tan amenazada; de ahí la superlativa importancia de elegir bien el próximo presidente.
Si bien la política hastía, produce escozor, desconfianza y hasta repugnancia, la grave situación que vive la nación exige que todos los demócratas nos interesemos en ella con ánimo patriótico, cívico y democrático, independientemente de nuestras inclinaciones ideológicas, políticas, doctrinarias o partidistas.
La continuidad de la democracia está en juego, y no podemos permitir que Petro y su banda la destruyan, y conviertan a Colombia en una narcocracia, en cueva de criminales y en templo de impunidad.
Es momento de confluir hacia un frente democrático amplio desprovisto de ambiciones personales, trampas y artimañas, así como de integrarnos en torno a la defensa del Estado de Derecho para decidir entre, libertad y democracia, o anarquía y comunismo.
El próximo presidente, cualquiera que sea, estará abocado a reconstruir la democracia y recomponer la economía, y para lograrlo, antes que todo, deberá, imponer el orden, la seguridad y la autoridad en el territorio nacional, y diseñar y ejecutar reformas estructurales que corrijan las desigualdades sociales.
El presidente que elijamos, deberá ser implacable en la lucha contra la corrupción, solvente en economía, acendrado en administración, efecto a la planeación, obcecado por la educación, paladín del orden y respetuoso de la ley y la justicia, sin cejar en la guerra frontal contra el terrorismo, el narcotráfico, la delincuencia, y menos, en la lucha contra la pobreza y la exclusión.
Para acortar el camino hacia el desarrollo, deberá renunciar al conformismo que depara la evolución previsible de un modelo económico conservador, incapaz de modificar la realidad del mercado, y solo bueno para atacar los efectos, más no para abatir el origen de la causa de los problemas.
La meta cimera de su mandato deberá ser, la construcción de un nuevo modelo económico audaz y sostenible, capaz de ensanchar la industrialización y la producción; dinamizar la generación de empleo; resolver las necesidades básicas de la población vulnerable; reconstruir, ampliar y mejorar el sistema de salud; universalizar y despolitizar la educación pública; promover la investigación; fomentar el emprendimiento, y; fortalecer la justicia, para así poder alcanzar y mantener la paz que asegura la gobernabilidad.
Respetando con celo los derechos a la libre asociación, la iniciativa y la propiedad privada, deberá detener la concentración de la riqueza de algunos sectores abusivos, y propender por la redistribución de ella, pero solo a partir del trabajo, la productividad y la competitividad, y solo así, logrará consolidar la democracia y desterrar la demagogia populista que asola el hemisferio.
Cerrar la brecha entre pobres y ricos es urgente y no da espera; pero hacerlo, otorgando subsidios y ayudas paternalistas que aumenten el déficit y el endeudamiento, es engañoso y peligroso por insostenible.
La política fiscal en Colombia es amorfa, repentista e irracional, causa desigualdad, repele la inversión, obstruye el crecimiento, desalienta el empleo, castiga el consumo y otorga injustos beneficios a sectores solventes.
Para promover inversión, reducir pobreza, aumentar demanda y alentar la inversión, es prerrequisito abolir todos los impuestos directos e indirectos al empleo, al consumo y a la adquisición de bienes de capital, así como los tributos a los combustibles y alentar la producción ambientalmente sostenible de ellos.
El nuevo presidente tendrá que acometer una reforma fiscal inspirada en equidad, no para aumentar sino para disminuir tributos, en la que los impuestos sean proporcionados y progresivos al ingreso y exonerados de ellos, la canasta familiar, la salud, la educación, la vivienda, el transporte, los bienes de capital y todos los servicios públicos domiciliarios, al tiempo que deberá ser implacable contra la elusión y la evasión. De hacerlo, mejorará la calidad de vida de la población, así como la disciplina y el recaudo fiscal.
También deberá restituir la competencia en el mercado financiero, racionalizar las tasas de intermediación, acabar los abusivos cobros de los servicios bancarios y detener la escalada de precios concertada por sectores protegidos que abusan de su posición dominante.
Una tarea tan ingente, compleja y exigente, demanda carácter y formidables capacidades, cualidades y virtudes, de ahí la necesidad de elegir una persona que las aúne, y que su gobierno lo conforme con las mejores, y más esclarecidas y encumbradas inteligencias del país.
Por mi parte, considero que el próximo presidente de Colombia debería ser una mujer; una mujer íntegra y con carácter, preparada para gobernar y capaz de hacernos sentir gobernados, y estimo que esa mujer es, María Fernanda Cabal Molina.
Como bien lo dijo el ex presidente Álvaro Uribe Vélez, “En el 2026 tendremos que hacer un estallido democrático en las urnas”; yo diría, un estallido cívico y democrático que nos devuelva al sendero de la democracia, la libertad, la seguridad, el orden y el desarrollo.
Tengo fe irreductible, en que los mejores días de Colombia están por venir.
P.D. Feliz Día de la Patria para mis amigos lectores.
*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado. Esp. Mg. Litigante, Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional en Derecho. Catedrático Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.