En Colombia cuándo la Tierra grita, y los de siempre no escuchan

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Por Eduardo Padilla Hernández*

En Colombia, la tierra ha empezado a hablar. Y no lo hace con palabras, sino con agua desbordada, con ríos que se tragan las casas, con incendios en nuestros parques naturales, con cosechas marchitas, con niños enfermos en La Guajira y ancianos que mueren lentamente en las cordilleras porque ya no llueve como antes. Sí, la tierra está hablando, y nosotros o más bien los de siempre no queremos escuchar.

Cada año, como quien repite una promesa vieja y sin alma, los gobiernos firman pactos ambientales, lanzan campañas verdes y celebran días internacionales del medio ambiente. Pero en los territorios donde viven las comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinas y pesqueras, lo que llega no son soluciones, sino represas, carreteras mal diseñadas, dragados sin consulta, deforestación y abandono. Como lo acaba de señalar la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su histórica Opinión Consultiva OC-32/25, la emergencia climática no es solo un fenómeno ambiental: es una crisis de derechos humanos que golpea más fuerte a quienes menos han contribuido a causarla.

Y sí, Colombia lo vive todos los días. Porque mientras las élites discuten en sus oficinas refrigeradas en Bogotá o Medellín, las comunidades del Pacífico viven con miedo a que una creciente se lleve su escuela o su casa. Mientras se celebran foros sobre transición energética, en la Serranía del Perijá y el Catatumbo los niños respiran carbón.

No nos digamos mentiras: la emergencia climática tiene clase social, tiene color de piel y tiene coordenadas geográficas. Y lo más triste es que también tiene impunidad.

¿Cómo explicar que en pleno 2025 sigamos sin acceso efectivo a la justicia ambiental? ¿Cómo justificar que comunidades enteras sigan sin ser escuchadas, cuando el Acuerdo de Escazú que garantiza el derecho a la información, la participación y la justicia en asuntos ambientales fue adoptado, pero en muchos municipios aún ni siquiera saben qué significa?

Es aquí donde la Corte fue categórica: los Estados tienen la obligación de actuar con debida diligencia reforzada frente al cambio climático. No se trata solo de buena voluntad, sino de derechos fundamentales: a la vida, a la salud, al agua, a la vivienda, a la participación y a un ambiente sano. El que no lo entienda así, está en el lugar equivocado del servicio público.

Pero en Colombia el discurso no se encuentra con la realidad. Mientras las políticas ambientales se redactan con tinta técnica en la capital, los líderes ambientales siguen siendo asesinados en las regiones. Y nadie nadie con poder asume responsabilidades.

Entonces, ¿quién responde por el derecho a la vida de un niño desplazado por la erosión en San Benito Abad? ¿Quién responde por el hambre de una madre wayuu cuya fuente de agua desapareció por la minería legal? ¿Quién responde por los que no tienen voz en el Congreso, ni tribuna en los medios, ni abogado que los defienda?

Lo que necesitamos no es más retórica. Es acción urgente. Es presupuesto. Es justicia. Y sobre todo, es memoria. Porque si algo nos ha enseñado la historia de este país es que lo que no se recuerda, se repite. Y lo que se repite, en Colombia, suele costar vidas.

Como defensor de derechos humanos, alzo mi voz por los que no pueden. Por los que la emergencia climática ha vuelto invisibles. Porque, como diría un buen cronista del Caribe, hay que decir las cosas como son, aunque duelan.

Y ojalá duelan. Porque solo cuando el dolor se convierte en conciencia, nace el verdadero cambio.

Algún día ojalá no muy tarde entenderemos que salvar un río también es salvar un niño. Que proteger una montaña también es cuidar la esperanza. Y que escuchar el grito de la tierra es, en el fondo, escucharnos a nosotros mismos. Porque si ella muere… ¿quién nos va a enterrar?

Eduardo Padilla Hernández*

Defensor de derechos humanos

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Eduardo Padilla Hernández
Eduardo Padilla Hernández

Abogado, Columnista y Presidente Asored Nacional de Veedurías


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