Por la Asociación Red Colombiana de Veedurías Ciudadanas (Redvigila)
No se conmemora una efeméride, se interroga a la conciencia nacional. El Día Nacional de la Lucha contra la Corrupción no es una fecha para el calendario cívico, sino un espejo implacable frente al cual debemos pararnos, individual y colectivamente, para preguntarnos no por los actos aislados de unos cuantos, sino por la gangrena moral que ha pretendido normalizarse en el cuerpo político de la Nación.
Hablar de corrupción en Colombia es, tristemente, hacer una arqueología de la deshonra. No son meros “escándalos”, eufemismo que la prensa frivoliza y el poder banaliza. Son heridas abiertas, proyectos de país saqueados, vidas truncadas por la avaricia vestida de autoridad. Son la prueba más dolorosa de que la legalidad sin ética es una cáscara vacía, y que un Estado de Derecho que tolera la impunidad de los poderosos es una farsa tragicómica que el pueblo paga con su hambre y su desesperanza.
Recordar, pues, no por morbo, sino por deber de memoria. La historia reciente es un catálogo de despojos. El caso de Odebrecht no fue solo un soborno transnacional; fue la evidencia de que la colusión entre el gran capital y la política es una hidra de mil cabezas que envenena las obras públicas, el sustento de los trabajadores y la misma noción de bien común. Aquí no hubo “coimas”, hubo una traición premeditada al contrato social, una estocada al corazón de la infraestructura que debería unirnos y desarrollarnos.
Agro Ingreso Seguro trascendió el robo al erario. Fue la burla cruel, el esperpento en el que los grandes capitales, ya nadando en abundancia, se disfrazaron de campesinos paupérrimos para succionar los recursos destinados a los de verdad, a aquellos que con las manos agrietadas por el sol siembran el alimento de la patria. Fue la consagración de un orden perverso donde la dignidad del trabajo es pisoteada por la astucia del pillo con influencias.
Y cómo no evocar la dolorosa saga de Saludcoop, ese monstruo que convirtió el derecho fundamental a la salud en un negocio de especulación y miseria. Mientras los pacientes morían en las puertas de los hospitales a la espera de una autorización, una cleptocracia de bata blanca y corbata desfalcaba billones. Aquí la corrupción no solo robó dinero; robó vida, robó esperanza, robó la tranquilidad de los enfermos. Es la forma más abyecta de delincuencia: la que juega con el umbral de la muerte.
Estos, y otros como la Refinería de Cartagena (REficar)o el carrusel de la contratación en Bogotá, no son islas. Son eslabones de una misma cadena de descomposición. Son la demostración de que hemos construido una república donde, para muchos, el servicio público no es un honor, sino la oportunidad para el enriquecimiento ilícito. Un sistema donde la ética es considerada una ingenuidad y la honradez, una excentricidad.
Frente a este panorama, la lucha contra la corrupción no puede reducirse a discursos grandilocuentes o a leyes que duermen el sueño de los justos en los cajones de la burocracia. La lucha auténtica es cultural, es educativa, es una revolución de las conciencias. Comienza en la casa, enseñando a los niños que un peso mal habido es una mancha en el alma; continúa en las aulas, formando ciudadanos, no simples profesionales; y se consolida en las urnas, castigando con el voto no al opositor ideológico, sino al corrupto, al que traiciona la confianza pública, sea del color que sea.
La dignidad de la nación no se mide por sus riquezas naturales, sino por la integridad de sus instituciones y sus gobernantes. La lucha contra la corrupción es, en esencia, la lucha por recuperar la dignidad. Es un acto de resistencia contra la resignación, un afirmar, contra toda evidencia, que este país puede ser gobernado por la ley y la decencia, no por el compadrazgo y la rapiña.
Que este día no sea solo una noticia. Que sea un juramento silencioso que renovemos cada mañana: el de no ser cómplices con nuestro silencio, con nuestro voto vendido, con nuestra indiferencia. La patria no la salvan los héroes épicos, la salva la rectitud cotidiana de millones de ciudadanos anónimos que se rehúsan a claudicar. Esa es la lucha verdadera. La única que vale la pena.