Por: Stevenson Marulanda Plata.
Cirujano Ex Presidente y Fundador Colegio Médico Colombiano.
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«Voy a cantar mi relato
Sin apuro y sin afán. (Bis).
Que en la población de Plato
Se volvió un hombre caimán. (bis).
Se va el caimán, se va el caimán
Se va para Barranquilla. (Bis).
Lo que come ese caimán
Es digno de admiración. (Bis).
Come queso y come pan
Y bebe trago de ron. (bis)».
José María Peñaranda. Barranquilla 1907 – 2006.
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La sensualidad y el erotismo animal, exuberantes, se paseaban sin pudor sobre los poros de sus carnes mojadas. Las caderas, los glúteos, los muslos, el talle, sus pechos coronados con esos dos capirotes turgentes y soberanos.
–!Oh, no! !Dios mío, que es esto!
–No aguanto más– decía el voyerista, el viejo verde camuflado entre los tupidos matorrales que arropan la orilla del Caño de las Mujeres (jurisdicción de Plato, Magdalena), donde ellas lavaban y se bañaban en refajos, chingues, telas de franela y otras ardorosas, hormonales y pecaminosas transparencias.
Cada día se ponía peor, «me estoy quemando, ardo de nuevo», se le oía decir en su cambuche mientras se hacía unos malos tocamientos pélvicos, y poco a poco, suavemente, y al vaivén de sus propias caricias su enorme virilidad costeña iba cogiendo vuelo, y una ráfaga de apetito venéreo, una pulsión instintiva irrefrenable le sacudía todo su cuerpo de ébano estatuario. Esa costumbre la cogió todos los días. A la misma hora exacta, llegaba, llegaba al punto de no retorno, al umbral de la máxima felicidad biológica, a esa dicha infinita pero fugaz.
Cuando entraba en ese trance, no sé cómo, pero él se percataba de los estrujes de la próstata y de la apertura de par en par de sus carceleros esfínteres que vencidos soltaban en estampida ese estropicio que como rio crecido pasaba bramando por la uretra y el caño de la orina a inseminar de pecado al Gran Río de la Magdalena en su camino antes de llegar a Barranquilla, capital del Atlántico.
Pero como la felicidad, sin excepción y para todo el mundo, apenas son unos punticos poblados de dichas pasajeras, cualquier día una turba de hombres indignados lo iban a linchar a filo de machetes, garrotes y piedras, lo habían descubierto.
De puras vainas logró escapar y esconderse. Con tan buena suerte que ese mismo día el Diablo había perforado el cascarón atmosférico de la Tierra por Tijuana en ruta hacia Macho Bayo (La Guajira) a atender un duelo de honor con un acordeonero que lo había desafiado, y pasando a velocidad de meteorito por Plato, desde el aire, se dio cuenta del problema, y aterrizó y le planteó la siguiente solución:
–Ve tú, yo te puedo llevar conmigo para La Guajira, allá nadie te conoce, puedes hacer una nueva vida y formar una familia honesta y decente. Después arreglamos.
¡No!
Contestó rotundo, nítido, digno y lastimero–Aquí me quedo aunque me maten.
–Disfrázame– Intercambiame de forma–.
–¿Qué quieres ser, entonces?
–Un caimán, eso, un caimán– Dijo a secas el tipo.
Okey, mira, aquí te dejo estas dos pócimas, la roja te convierte en caimán, y la blanca te recupera otra vez a hombre; busca a una persona seria y aplicada para que te rocíe.
De esta manera, convertido en Caimán, volvía todos los días a masturbarse al Caño de las Mujeres.
Por nada del mundo estaba dispuesto a dejar su adicción. Los chips del placer y del miedo, que el Diablo y Dios, respectivamente instalaron bien junticos en la amígdala cerebral de los humanos, esos dos motores mentales antinómicos que mueven la humanidad, estaban equilibrados. Asi, zoomorfo, nadie podía castigarlo por sus andanzas y sus eróticos placeres.
Un momentico, el problema es que una cosa piensa el burro y otra el que lo está ensillando.
Resulta que su rociador era un lavador de gallos de pelea, además era el típico gorrero de oficio que nunca falta en las parrandas interminables y en los juegos de domino en cada pueblo del Caribe colombiano. Es que las atléticas carnes y músculos de estas aves de competencia extrema necesitan, además del buen ejercicio y la apropiada dieta, buen tono y astringencia, y esto se consigue precisamente con el chirrinche.
¿Y que tiene que ver el chirrinche, el gorrero rociador de gallos finos con el hombre caimán?
Pues bien, es que para rociar gallos, el rociador no cuenta con ninguna tecnología, solo su boca hace este trabajo, que consiste en hacer buches de chirrinche y fumigar con él al ave después de cada motilada y varios días después.
¿Y?
Es que el vehículo farmacológico de las pócimas que el Diablo entregó tienen el 90% de chirrinche, solamente el restante 10% es el principio activo transformador.
¿Entonces?
Entonces, nada más y nada menos, sucedió lo que tenía que suceder. Cualquier día, por la mañana, el Hombre Caimán, arrellanado y muy cómodo en su charco estratégico vecino al balneario de las mujeres de Plato recibió su dosis completa del elixir rojo, y feliz y furtivo se delizó caño abajo por su dosis de voyerismo y bajos tocamientos venéreos.
Pero, por la tarde cuando tocaba la pócima blanca, el gorrero, ya muy demorado, se apareció a la charca bautismal dando tumbos de la borrachera y diciendo en una lengua enrevesada y casi inentendible, una y otra vez:
— El muerto se busca río abajo y las culpas río arriba.
Se había bebido los dos botellones que Satanás había prescrito. El blanco a duras penas solamente le alcanzó para rociar la cabeza, el cuello y la parte alta del tórax del enorme y totémico saurio chimila.
Por su parte, el Diablo, después de la tollina que le metió Francisco El Hombre allá en Macho Bayo, salió disparado para el Infierno desentendiéndose de ese asunto.
De esta manera, el pobre y pecador hombre, quedó para siempre convertido en mitad hombre y mitad caimán.
Solamente su madre sabía dónde estaba, y todos los días le llevaba pan, queso y ron; del lavador de gallos no se supo más nunca nada, se lo tragó la historia.
Algún tiempo después, ni tan corto ni tan largo, se rumoreaba en las cantinas de Plato que habían visto una quimera rara con cabeza humana y cuerpo de caiman, y se armaron partidas de hombres armados otra vez de rulas, palos y piedras, seguros estaban que era el mismo hombre que había acosado sexualmente a sus mujeres y le iban a cortar la cabeza, decían.
Como nunca lo encontraron dijeron que se había ido para Barranquilla, su mamá tampoco se volvió a ver, dicen todavía que se encerró en su casa con candado por fuera y con tranca por dentro y que tiró las llaves al río; a veces, de noche, aseguran que oyen su llanto.
José María Peñaranda fue tiplero, guitarrero, acordeonero y compositor prolífico. Se va el caimán le ha dado la vuelta al mundo muchas veces y hace parte de la identidad colombiana en el exterior junto con porros, cumbias y vallenatos.
Ahí los dejo, tocado y cantado por el mismo Peñaranda: «Mataron a Gaitan», también de su propiedad.
Fonseca, La Guajira, abril 9 del 2021.