Por Bernardo Henao Jaramillo
Columnista de Opinión
Colombia reconoció a Israel como Estado en 1949 y establecieron relaciones diplomáticas desde 1957, las cuales se caracterizaron por su fortaleza, seguridad, buen entendimiento, y solidaridad, convirtiéndose Israel en un especial socio de nuestro país en el medio oriente.
Quizás esa vinculación llevó a Petro en su campaña reunirse con connotados empresarios, líderes religiosos e intelectuales judíos, porque sabido es que en época electoral los populistas y/o progresistas se dedican a mostrar sus mejores galas y, con su insolencia de siempre, a prometer lo que a la postre saben que no podrán cumplir. En esa línea Gustavo Petro, durante su campaña presidencial, buscó afanosamente el apoyo de todos los sectores, incluido, por supuesto, el influyente sector judío en Colombia. Se mostró conciliador, pluralista y cuidadoso con los símbolos de la convivencia. Aseguró respeto por el Estado de Israel, moderación en su política exterior y un compromiso inequívoco con el diálogo entre los pueblos. Así consiguió el apoyo de algunos miembros de esa importante comunidad.
Aquella imagen de un Petro dialogante, conciliador con Israel y cercano a la congregación hebrea contrastaba con su historial ideológico radical. Colombia bien sabía y conocía su origen. Pero él y su campaña del Pacto Histórico suavizaron —mejor dicho, maquillaron— su perfil. Su discurso en ese entonces apelaba a la coexistencia y a la paz, evitando cuidadosamente cualquier pronunciamiento abiertamente hostil hacia Israel.
Hoy, apenas tres años después, esa posición ha dado un total vuelco para convertirse en una violencia política que raya en la hostilidad ideológica. Una vez instalado en el poder, el presidente Petro ha dado la espalda a uno de los pueblos más perseguidos de la historia: el pueblo judío. Ha emprendido un giro diplomático que bordea la traición política: primero, abrió relaciones formales con el Estado de Palestina; luego, encabezó una ofensiva retórica virulenta contra Israel —al que ha llegado a calificar de “régimen genocida”— y últimamente dispuso organizar la “Conferencia Internacional por Palestina” desde la Casa de Nariño, posicionándose como un adalid de la causa palestina en América Latina. Es, sin ninguna duda, una provocación antisemita. Una negación histórica. El equivalente a ofender la memoria de seis millones de víctimas del Holocausto. Petro lo hizo en público, en redes, frente al mundo.
Esa narrativa, que intenta reconfigurar la historia y la moral con fines ideológicos, es profundamente peligrosa. No solo por el uso del lenguaje —que trivializa y tergiversa el Holocausto—, sino porque al hacerlo, Petro legitima a regímenes autoritarios como Irán o Hamás, mientras ignora sistemáticamente sus crímenes atroces y de lesa humanidad. En su relato, el terror de unos se justifica, mientras que el derecho a la defensa del otro se criminaliza. Es una visión maniquea, y profundamente falsa, del conflicto.
Durante el encuentro, que reunió a representantes de treinta y dos naciones, solo Bolivia, Cuba, Colombia, Indonesia, Irak, Libia, Malasia, Namibia, Nicaragua, Omán, San Vicente y las Granadinas y Sudáfrica firmaron la declaración final. De pronunciamientos sobre este acontecimiento sólo se conoció el del grupo terrorista Hamás agradeciéndole a Colombia esa conferencia internacional y como lo anotó una académica “(…) es algo diseñado para promover el liderazgo internacional de la figura de Petro y no del país»
El problema no es la defensa de los derechos humanos del pueblo palestino, que puede ser legítima. El problema es la incoherencia. ¿Cómo confiar en un líder que, en campaña, buscó el respaldo político y económico de una comunidad solo para luego, desde el poder, aliarse con sus enemigos históricos y dinamitar una relación diplomática con décadas de historia entre Colombia e Israel?
Petro instrumentalizó a la comunidad judía para consolidar su ascenso político, y ahora instrumentaliza la causa palestina para fortalecer su imagen internacional entre movimientos de izquierda radical. En ambos casos, no hay convicción, solo cálculo.
El Congreso Judío Latinoamericano y diversas voces de esa comunidad han expresado su rechazo. En Colombia, muchos líderes que alguna vez tendieron puentes con el entonces candidato hoy se sienten engañados. Esto no se trata de una simple diferencia diplomática: lo que hay es un viraje ideológico que ha llevado a Petro a abandonar los principios de respeto mutuo para abrazar un discurso militante, revanchista y peligrosamente sesgado.
¿Es esta una jugada estratégica para consolidarse como líder del “Sur Global”? ¿Una forma de captar simpatías en la izquierda internacional? ¿O simplemente una expresión genuina de su ideología? Cualquiera que sea la respuesta, lo cierto es que su postura frente a Israel revela algo más profundo: una visión de mundo que, en nombre del “progresismo”, justifica la violencia si esta le sirve a su relato.
Hoy, Gustavo Petro sonríe junto a dictadores. Los aplaude en foros internacionales con aliados de Irán, Venezuela y Nicaragua. Se convierte en parte de ese eje oscuro que utiliza los derechos humanos solo cuando le conviene.
Petro no está con los judíos ni con los palestinos. Petro está consigo mismo, y con su obsesión de convertirse en un símbolo de la izquierda latinoamericana, aunque para ello deba pisotear las promesas que hizo en campaña, traicionando la confianza de aquellos que le sirvieron para hacerse a la presidencia. La comunidad judía en Colombia, y en el mundo, no olvida. Y no perdona fácilmente. Lo sabe la historia. Lo saben las naciones. Y lo sabrá la posteridad. Porque cuando un líder traiciona a los judíos, la historia no lo absuelve. Lo recuerda. No es en vano que sea el pueblo escogido por Dios.
Pildorita: De gravedad inmensa suscribir memorando de entendimiento para crear zona económica binacional con una régimen ilegal por completo como es el venezolano.