Por Rafael Nieto Loaiza.
En el Consejo de Seguridad de la ONU, Petro pidió “repetir un fast track” para “cambiar las normas para cambiar la desigualdad” y enumero diez puntos que van desde la modificación de las vigencias futuras y el sistema general de participaciones hasta el cambio climático.
El fast track fue un mecanismo diseñado para facilitar la aprobación de las normas que Santos y las Farc consideraban necesarias para implementar los acuerdos entre ellos. Por un lado, buscaba reducir radicalmente los tiempos de discusión y, por el otro, restringía las competencias del Congreso.
Para acelerar, establecía que los actos legislativos serían tramitados en una sola vuelta de cuatro debates, que en los proyectos de ley hubiera sesiones conjuntas de las comisiones de ambas cámaras, prelación en el orden del día de los proyectos relacionados con el acuerdo y decisión sobre la totalidad de cada proyecto en una sola votación. Para restringir las competencias de los congresistas, se decidió que la iniciativa fuera exclusiva del Gobierno, que los proyectos solo tuvieran modificaciones si contaban con aval gubernamental previo y, muy relevante, se le dio facultad al presidente para expedir decretos con fuerza de ley cuyo contenido tuviera por objeto la implementación del acuerdo en aquellas materias que no tuviera reserva especial o estricta de ley. Es decir, le permitía al presidente legislar vía decreto siempre que la materia no fuese propia de actos legislativos, leyes estatutarias y orgánicas, códigos, y leyes que necesitan mayorías calificada o absoluta para su aprobación. Tampoco se le permitió decretar impuestos. En relación con el Congreso, las medidas tenían vigencia de seis meses, prorrogables por otros seis, y 180 días las facultades para el presidente.
Como se modificaban competencias constitucionales, el fast track necesitó una reforma a la Constitución y examen de la Corte. Cualquier propuesta similar tendría ahora que atravesar los mismos pasos, es decir, tendría que tramitarse en forma de un acto legislativo, ocho debates en dos legislaturas, y posterior control constitucional.
Aún con la entrada de Cristo al gobierno, no veo ninguna posibilidad de que el Congreso le apruebe a Petro semejante iniciativa. No tiene las mayorías en la comisión primera de Senado ni en la plenaria de esa corporación. Y menos con la lupa puesta en los congresistas después de la operación de sobornos orquestada desde la Presidencia a través de la UNGRD. Pero aún suponiendo que consiguiera los votos, no hay manera de que pase el examen de constitucionalidad en la Corte.
El punto es vital: el fast track, por un lado, reduce de manera aguda el debate democrático, por el otro, restringe sustantivamente las competencias del Congreso y, finalmente, le da poderes exorbitantes al Presidente. Para semejante paquete, que como mínimo roza la sustitución constitucional, hubo una justificación discutible pero entendible en la implementación del pacto con las Farc. Ahora no tiene absolutamente ninguna. Supondría una ruptura peligrosísima del equilibrio entre los poderes públicos y un reforzamiento caprichoso y muy riesgoso del poder ejecutivo en cabeza de un presidente con clarísimas tendencias megalómanas y autoritarias.
La incomodidad de Petro con los congresistas es patente. Por supuesto, le encantaría neutralizar al Congreso, debilitar su capacidad de control político y de contrapeso para sus propuestas, y controlar férreamente el legislativo, como ocurriría si le aprobaran el fast track que quiere. Pero creo que sabe que la iniciativa, si es que la presenta al Congreso y no es otro anuncio que jamás se concreta, no tiene posibilidad de éxito.
¿Por qué, entonces, la propuesta? Porque Petro y la izquierda tienen claro que la asamblea nacional constituyente tiene un amplísimo rechazo entre los ciudadanos y no va. Y, no hay contradicción, porque plantear el fast track le es útil en la búsqueda de los mismos objetivos para los que le ha servido la constituyente: le permite, una vez más, determinar la agenda pública; evita que la opinión centre su atención en la corrupción y los escándalos que se suceden sin pausa día tras día; esconde el ostensible fracaso de su gobierno en todos los frentes, desde la economía hasta la seguridad.
Pero, sobretodo, el fast track, como la constituyente, le sirven para excusar el naufragio del cambio y para preparar el 2026. En ese discurso, la culpa del desastre que vivimos no es de un gobierno pésimo, venal y putrefacto sino de las instituciones y de las normas que han impedido “el cambio” prometido. Y las elecciones serán un enfrentamiento, cada vez más polarizado, entre los que quieren ese cambio y los que defienden el statu quo, entre los progresistas y los inmovilistas, y, paradoja, lo nuevo es el regreso al pasado, entre quienes quieren la paz y los que buscan que siga la sangre y la violencia. El reto de los demócratas será salirse de ese entuerto, de esa planteamiento falso, embustero.