El mito griego del Rey Midas ejemplifica en cuerpo y alma la paradoja del hombre en búsqueda de la riqueza, como visión concreta con que nos apropiamos de la noción abstracta de la felicidad.
La paradoja, que arroja siempre el resultado contrario de lo que se busca, consiste en que en procura de la felicidad materializada, que llamamos riqueza, acumulada en el bien metálico del dinero, hasta los sueños consisten en acuñar monedas en el viento, y tras ese sueño se destruyen las riquezas que están cerca e incluso dentro de nosotros, tal cual como se cuenta en la historia reeditada que recordaré a continuación.
El Rey Midas gobernó Frigia, región de la antigüedad ubicada en la parte occidental del Asia Menor –la actual Turquía–. Era reconocido por su benevolencia como gobernante y por su desbordada riqueza, reflejada en la belleza de su reino que se extendía más allá de los fragantes aromas que exhalaban sus extensos jardines, que adormecían a los paseantes que atravesaban sus lares. El eco de su magnificencia llegó hasta los griegos, quienes lo inmortalizaron en el sabio mito que aún hoy nos refleja.
De paso por los exuberantes jardines, Sileno, quien acompañaba a Dionisio (Dios de la vegetación y del vino), se rezagó y se quedó dormido en el suave lecho que le propiciaban esos aromas. El Rey Midas lo encontró y le prodigó la hospitalidad al cansado caminante. Dionisio, en gratitud, le permitió un deseo que le sería concedido. Aquel no lo dudó un instante, su sueño consistía en atesorar el oro del mundo, lo creía su verdadero motivo de felicidad: ¡Que todo lo que toque se convierta en oro!, le pidió. Antes se bañaba en las monedas de oro que de sobra había logrado acumular. Dionisio, dueño de la prudente sabiduría que emana de los dioses, le advirtió del riesgo que entrañaba su pedido. Aun así, era tan obnubilante cumplir aquel sueño dorado que no daba lugar a otro sueño.
Mañana te será concedido tu don, le dijo Dionisio empeñando su palabra sagrada.
Al despertar y comprobar su sueño realizado tocó los objetos más cercanos, transmutados en el acto en objetos de oro. Corrió lleno de plenitud hasta su jardín y tomó una rosa, la cual al ser cosificada en oro no pudo darle el aroma que aspiraba. Quiso tomar los primeros alimentos del día pero casi pierde los dientes al morder un pan duro y rutilante. Al contestar las caricias de su mascota ésta quedó convertida en una bella gata de adorno. Cuando apenas empezaba a llorar su tragedia su hija Zoe lo abrazo para consolarlo, al tratar de alejarla de su maldición la dejó convertida en una estatua de culto.
Pidió ahora la misericordia de Dionisio, la cual conmovió; como todo Dios soberano al abdicar de su designio le exigió una penitencia inversa al tamaño de la ambición que le reprochaba: ¡tendrás que renunciar a todas tus riquezas!
El Rey Midas cumplió y se retiró a una cabaña en el bosque a disfrutar la intimidad de su felicidad restablecida. Para poder recuperar las riquezas de su corazón les roció un poco de las aguas prístinas del río Pactulo; volvió a aspirar la fragancia de la rosa, el aroma y blandura del pan, el mimo de su gata enternecida y el abrazo de su hija que bañaba su ser.
La humanidad de todos los siglos ha multiplicado en cada lugar de la tierra la parábola del Rey Midas. Los centros de poder se apoderan de los paraísos terrenales y tras la búsqueda del oro destruyen las riquezas que encuentran a su paso. La capacidad exponencial de explotación de los recursos naturales, por la industria moderna, permite subvertir el espacio vital; las venas de la tierra que representan los ríos se les puede torcer su cauce si se requiere para obtener el oro buscado (negro o dorado), no importa si se afecta la fuente misma de la vida; la pureza del aire se puede enturbiar; los bosques se pueden levantar de su lugar; por tanto es posible partirle el espinazo al medio ambiente que ya no podrá parir los alimentos.
Esta historia, como ya lo advierte querido lector, no nos es tan lejana ni tan ajena. Colombia, que es un simple proveedor de materias primas en la cadena productiva mundial, siempre ha tenido una capacidad desaforada para reproducir a escala industrial las malas ideas. De un tiempo para acá ha sido tomada por la fiebre del oro (la minería en general). El desierto dorado y surrealista de la guajira, reblandecido por el sol del caribe, que descansa su lengua ardiente en el océano, hoy escupe un polvo negro que no puede digerir. El Cesar hace otro tanto.
Con ocasión, el acuífero Páramo de Santurbán acaba de ser vendido por unas cuantas monedas de oro, en poco tiempo será un lugar infernal que escupirá Santos.
El mito del Rey Midas bien podría servir de lectura a los niños para prohijar unos hombres ejemplares; sin embargo, se les hace recaer en la historia al convertirlos en estatuas de oro, les inoculan la enfermedad al exponerlos a la explotación comercial en todo el mundo.
Las paradojas, por definición, se presentan sin solución aparente, salvo que se realice su final. Los textos de educación escolar nos enseñaron, con cierto toque de oro de la religión, que la naturaleza había sido creada y servida para consumo del hombre como rey de la creación. Hoy la propia naturaleza enseña que todo se integra en armonía en el paisaje devenido de lo existente.
Como un ángel caído el hombre se ha alzado en armas con un deseo inacabado de apropiarse del mundo y darle un golpe de estado a Dios. El rey Midas nos invita con humildad a renunciar a nuestro reinado, a reconocer una naturaleza soberana, a decidir como género algún día, sea por convicción o porque no tengamos qué comer, si volvemos a una cálida cabaña en el bosque, proyectada desde el corazón, o si definitivamente nos es más propio pasearnos cual Caín perdido en el paraíso.
Por RODRIGO ZALABATA VEGA
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