Por Sixto González
Nos cuenta la mitología griega que, en los caminos que llevaban a Atenas, vivía un personaje llamado Procusto, quien era un posadero célebre por la brutalidad que imprimía a su obligatoria hospitalidad. Él era dueño de una cama de hierro en donde forzaba a dormir a todo aquel que pasase por allí. Su fijación consistía en que, si el huésped −que llegara a su posada− era en estatura más largo que el lecho, le cercenaba literalmente su cuerpo hasta que encajara, y si era más bajo, lo estiraba a la fuerza de forma tal que cupiera exactamente en ella. El objetivo propiamente no era la comodidad del hospedado, sino mantener intacto el tamaño de la cama. Procusto, entonces, no ajustaba su mueble, sino que, ajustaba el cuerpo del viajero a su oxidado camastro. Ese mito, más que una anécdota antigua, es hoy en nuestra realidad país, una metáfora política que toma fuerza, pues habla del miedo al que no encaja, de la obsesión de algunos por reducir al que sobresale y del empeño irracional por conservar unas formas arcaicas politiqueras que ya no funcionan, aunque eso implique el destruir lo que podría servirle a un todo.
Ese reflejo procustiano es el que se observa con gran asombro en ciertos sectores de los partidos tradicionales frente al surgimiento de un nuevo liderazgo ciudadano, que no nació en sus estructuras partidistas ni tampoco depende de sus avales; y que al contrario ha logrado en un muy corto tiempo una orgánica y auténtica conexión ciudadana.
En política, los momentos de tensión revelan más que las largas etapas frías electorales rutinarias. La irrupción de esa fuerza emergente −ajena a los rituales de las cúpulas, respaldado por millones de firmas y con capacidad de movilizar electores nuevos− ha puesto al descubierto la incomodidad de quienes temen perder el control sobre la escena.
Mientras el país clama por la autenticidad de un nuevo actor político capaz de romper las inercias de siempre, algunos insisten en que toda aspiración legítima debe pasar por los mismos filtros de la ortodoxia partidista, incluso si esos mecanismos han ser incapaces de detener el avance de la izquierda, y menos aún el de ampliar a su propio electorado. La cama es pequeña, pero en vez de cambiarla, prefieren recortar −por su gran tamaño− a ese, que, por un sano e inmenso amor a la patria, no cabe.
La propuesta de realizar una gran encuesta independiente en diciembre o enero, en lugar de esperar a las consultas interpartidistas de marzo, refleja precisamente lo contrario: una lectura fiel y real del momento país. La oposición no puede regalarle cinco meses de ventaja narrativa y territorial a quien ya tiene despejado por estrategia conjunta su camino. Una encuesta técnica y rápida permitiría ordenar las fuerzas con honestidad, escoger al candidato con mayor viabilidad real y evitar el desgaste interno que tantas veces ha terminado facilitando una derrota anunciada.
El rechazo que esta ruta genera en algunos sectores no es racional: es puramente emocional. Es el mismo impulso del amo del catre inflexible cuando veía que el viajero era más grande que su cama: en vez de reconocer que el problema era el mueble, culpaba al viajero. Hoy, algunos dirigentes culpan al liderazgo que crece, cuando lo que deberían revisar es la estrechez de sus mentes y de sus propias estructuras.
El fenómeno ciudadano que acompaña esta candidatura no divide, sino que amplía porque suma votantes nuevos que participan en donde los partidos ya no llegan y rompe la barrera que la derecha no ha podido superar desde hace dos ciclos electorales. Pretender recortarlo para que encaje en los viejos moldes no solo es torpe, sino suicida.
La derecha enfrenta un dilema decisivo: adaptarse a la realidad electoral que emerge o seguir defendiendo una cama estrecha que ya no le sirve para ganar. Si escoge lo segundo, volverá a entregar el país sin que nadie tenga que hacer mayor esfuerzo para arrebatárselo. Si opta por lo primero, deberá aceptar que los liderazgos legítimos no se moldean a gusto de las cúpulas, sino que se integran, se potencian y se dejan naturalmente crecer.
Aquí la pregunta no es si este liderazgo cabe en la cama del establecimiento. Lo real es si el establecimiento está dispuesto a abandonar una cama que, en la práctica ha sido más una trampa que un genuino instrumento de unidad. Porque, aunque se nieguen a aceptarlo, el país cambió, y quien se niegue a modificarse con él terminará lamentablemente como el viejo Procusto, derrotado y olvidado por su propio miedo a la sinergia y a la pérdida del control.






