Por Bernardo Henao Jaramillo
Columnista de Opinión
La fe es crucial y necesaria para el creyente. La frase de antaño “la fe mueve montañas” ha hecho carrera a lo largo de la historia pero hay circunstancias y situaciones en las que no basta tener fe.
En las semanas que siguieron al 7 de junio, día en que se perpetró el criminal atentado, Miguel Uribe permaneció en estado crítico. Los católicos y cristianos, para canalizar su angustia, se entregaron a cadenas de oración, vigilias y mensajes públicos de esperanza en su recuperación. Durante este período, en la carrera novena, a espaldas de la Clínica Santa Fe, se improvisó un altar. Allí acudieron diariamente ciudadanos para orar y encender velas.
No importaba la militancia política, la raza ni la condición social: todos se reunían alrededor de una esperanza compartida. La idea de que Dios podía intervenir convirtió las oraciones en una mezcla de súplicas espirituales y arengas políticas contra la violencia y el terrorismo. Poco a poco, el estado crítico de Miguel Uribe lo transformaba en un mártir potencial.
Lamentablemente, a la 1:56 de la madrugada del 11 de agosto se produjo la infausta noticia: la muerte del líder. El desenlace impactó profundamente a Colombia, tanto a seguidores como a la mayoría de adversarios. Para muchos creyentes fue un golpe a la fe y un duro cuestionamiento al comprobar que las expectativas emocionales y espirituales no coinciden, a veces, con la realidad objetiva. Cuando las personas muy religiosas depositan su fe en la ocurrencia de un milagro y este no se da es inevitable que se produzca tristeza y desolación.
Lamentablemente, a la 1:56 de la madrugada del 11 de agosto se produjo la infausta noticia: la muerte del líder. El desenlace impactó profundamente a Colombia, tanto a seguidores como a adversarios. Para muchos creyentes fue un golpe a la fe y un duro cuestionamiento al comprobar que las expectativas emocionales y espirituales chocan, a veces, con la realidad objetiva. Cuando las personas muy religiosas depositan su fe en la ocurrencia de un milagro y este no se da es inevitable que se sientan tristes y decepcionadas.
Al centrarse el ruego en el “milagro esperado” y en la voluntad divina, se descuidó la reflexión sobre las responsabilidades estatales, las fallas en la protección y las causas del hecho violento. Ya no se sigue la causa como tentativa de homicidio, ya es el asesinato del gran líder. Por supuesto sigue el fenómeno de la martirización que será seguro utilizado como bandera electoral y de movilización social.
La historia regional muestra como tragedias semejantes han trascendido lo político para rozar lo místico. En 1982, la muerte del presidente ecuatoriano Jaime Roldós Aguilera, en un accidente aéreo en circunstancias sospechosas desató teorías y homenajes. En 1994, el asesinato del candidato presidencial mexicano Luis Donaldo Colosio recordó al magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado en Colombia: ambos transformados en símbolos tras cadenas de oración populares.
En 2018, en Brasil, Jair Bolsonaro recibió una puñalada durante la campaña presidencial. Pastores evangélicos aseguraron que Dios lo salvaría para “liberar a Brasil del comunismo”. Sobrevivió, lo cual fue interpretado como un milagro que potenció su popularidad y le permitió capitalizar electoralmente la narrativa providencial.
Tampoco se puede olvidar el caso de Hugo Chávez, quien, enfermo de cáncer, pidió públicamente a Dios y a los médicos cubanos por su recuperación. Su milagro nunca llegó, y su muerte transformó su figura en objeto de culto para el chavismo.
En el caso de Miguel Uribe, la religión funcionó como un pegamento social. La expectativa de su recuperación trascendió el ámbito humano y se convirtió en causa nacional, teñida de tintes providenciales. Su muerte lo ha transformado en mártir.
Su fallecimiento consolidó la fe como refugio colectivo, pero también como catalizador político. La oposición lo erigirá en estandarte electoral y símbolo de resistencia al gobierno Petro. El petrismo, en contraste, seguirá intentando relativizar los hechos, fabricando narrativas para minimizar la gravedad del magnicidio.
Las bases de la oposición, sin duda, se radicalizarán y movilizarán contra el gobierno. La religión puede ser un consuelo, pero también corre el riesgo de adormecer a multitudes que claman por verdad y justicia. Esto no debe suceder. El atroz magnicidio de Miguel Uribe no debe quedar en la impunidad, como hasta hoy lo está el de Álvaro Gómez Hurtado.
La memoria de Miguel debe ser, sobre todo, un recordatorio de que los magnicidios no se combaten exclusivamente con altares, sino con verdad, justicia y garantías para que no se repitan.
En ese propósito debe concentrarse el pueblo colombiano en homenaje a quien le arrebataron la vida por defender la democracia, exigir que la investigación no se “tuerza” con invenciones, con coautores que se presentan y luego se evaden, o se les da “de baja”, o en cualquier circunstancia producto de la imaginación y no de la realidad. Que la Fiscalía priorice la averiguación y la adelante con rigurosidad, ciñéndose “a criterios de necesidad, ponderación, legalidad y corrección” y realizando en los términos legales la indagación correspondiente para que Colombia retorne al orden, la libertad y la justicia, valores que reclama la sociedad.