Por: Eduardo Padilla Hernández
En un país como Colombia, donde la corrupción ha debilitado la confianza ciudadana en las instituciones, hablar de ética pública no es un lujo. Es una obligación. Y si alguna entidad tiene el deber de tomarse esto en serio, es la Jurisdicción Especial para la Paz.
La JEP no puede permitirse los vicios de la burocracia tradicional. Su razón de ser es otra. Representa una respuesta institucional al conflicto armado, y su mandato está amarrado a valores como verdad, reparación y no repetición. No hay espacio para ambigüedades éticas.
Por eso resulta relevante el nuevo Programa de Transparencia y Ética Pública que la entidad acaba de adoptar. No es un documento más para engrosar el archivo. Es una hoja de ruta que busca cerrar puertas al clientelismo, al favoritismo y al silencio institucional frente a lo indebido.
El programa acierta al dejar claro que la transparencia no es solo publicar información. Implica actuar con coherencia. Y eso se logra con formación, seguimiento real a los riesgos y controles que funcionen más allá del papel.
El texto también pone el dedo en la llaga cuando reconoce que hay fallas internas. Porque uno de los grandes errores del Estado ha sido asumir que las amenazas siempre vienen de afuera. Aquí, en cambio, se acepta que la corrupción muchas veces nace dentro: en decisiones poco vigiladas, en relaciones opacas, en la falta de consecuencias.
Ahora bien, ningún diseño normativo basta por sí solo. Lo que hará la diferencia será el compromiso real de quienes trabajan en la Jurisdicción. Las herramientas están. Lo que se necesita es aplicarlas sin excusas. De lo contrario, este esfuerzo se quedará en lo mismo de siempre: buenas intenciones sin impacto.
La ciudadanía no espera promesas. Espera señales. Y la JEP, si quiere sostener su legitimidad, debe demostrar que puede ser distinta. Que es capaz de impartir justicia sin reproducir las prácticas que tantas veces han torcido el rumbo de las instituciones en Colombia.
En ese sentido, este programa no es un trámite. Es una oportunidad para demostrar que la ética no es retórica, sino un principio operativo. Y eso, en el contexto de un proceso de paz, no es menor. Es lo mínimo.
La ciudadanía no espera promesas. Espera señales. Y la JEP, si quiere sostener su legitimidad, debe demostrar que puede ser distinta. Que es capaz de impartir justicia sin reproducir las prácticas que tantas veces han torcido el rumbo de las instituciones en Colombia.
Porque al final, no se trata de evitar escándalos, sino de hacer las cosas bien cuando nadie está mirando. Esa es la verdadera prueba de integridad. Y en ella, no basta con pasar: hay que merecer la confianza.