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El Imperativo Categórico ante la Corrupción: Un Antídoto Ético para un Flagelo Global

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Por: Eduardo Padilla Hernández

En un mundo marcado por desigualdades profundas, donde la pobreza persiste como una herida abierta en el tejido social de naciones enteras, es imperativo buscar no solo soluciones económicas o políticas, sino también un fundamento ético sólido desde el cual combatir uno de sus cánceres más voraces la corrupción. La filosofía de Immanuel Kant, y en particular su imperativo categórico, emerge no como una reliquia académica, sino como una herramienta conceptual poderosa y urgente para diagnosticar y enfrentar este mal, tanto a nivel nacional como internacional.

Kant propuso que la moralidad debe basarse en un principio universal y racional, libre de intereses personales o circunstanciales. Su famoso imperativo categórico en su primera formulación reza; «Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal». En términos sencillos; actúa de manera que la regla que guía tu acción pudiera ser adoptada por todos, sin contradicción.

Aplicado a la corrupción ya sea el soborno a un funcionario local, el desvío de fondos públicos, la evasión fiscal corporativa transnacional o el tráfico de influencias en altas esferas el contraste es brutal y esclarecedor. La máxima del corrupto suele ser: «Puedo usar mi posición o poder para obtener un beneficio privado, violando la confianza pública y la ley, si creo que no seré descubierto o si los beneficios superan los riesgos». Si esta máxima se universalizara, ¿qué pasaría? Que ninguna institución, contrato, ley o sistema de justicia podría funcionar. La confianza, base de toda sociedad y mercado, se evaporaría. La corrupción, como máxima universal, se autodestruye; revela su naturaleza profundamente irracional e insostenible.

A nivel nacional, la corrupción no es un delito sin víctimas. Es un mecanismo generador de pobreza. Desvía recursos destinados a hospitales, escuelas, infraestructura y programas sociales hacia bolsillos privados. Distorsiona la competencia económica, ahoga a las pequeñas empresas y perpetúa élites extractivas. Kant nos diría que cada acto corrupto no es solo una violación legal, sino una traición a la «comunidad de fines». Al tratar a los ciudadanos especialmente a los más vulnerables como meros medios para enriquecerse, el corrupto niega su dignidad y autonomía, valores centrales en la ética kantiana. La pobreza resultante no es casual; es la consecuencia directa de un sistema donde la máxima particular del egoísmo ha corroído la posibilidad de una ley universal justa.

En el ámbito internacional, la corrupción adquiere dimensiones aún más monstruosas. Flujos financieros ilícitos drenan billones de dólares de países en desarrollo hacia paraísos fiscales, auspiciados por una red global de complicidad bancaria, legal y a veces estatal. Las grandes corporaciones pueden sobornar para obtener contratos o evadir regulaciones ambientales y laborales, externalizando miseria. Aquí, el imperativo categórico exige una ética cosmopolita. La máxima «podemos explotar los recursos y la gobernanza débil de un país pobre para nuestro beneficio» no puede ser universalizada sin consentir un mundo de ley del más fuerte, donde la cooperación internacional y los derechos humanos serían imposibles. La pobreza global está intrínsecamente ligada a esta arquitectura de impunidad transnacional que Kant rechazaría por irracional e injusta.

Frente a esto, el imperativo categórico no es una varita mágica, sino un faro normativo. Nos exige:

1. Instituciones transparentes y predecibles, que encarnen la «ley universal» en lugar del arbitrio particular.
2. Una rendición de cuentas férrea, donde ningún actor, por poderoso que sea, esté por encima de la norma común.
3. Una ciudadanía y una clase política que internalicen que el beneficio privado nunca puede justificarse si destruye la posibilidad de un orden justo para todos.

La lucha contra la corrupción, por tanto, no es solo técnica (mejores leyes, auditorías) sino profundamente ética y cultural. Requiere un cambio en la máxima que guía la acción pública y privada: de «¿qué gano yo?» a «¿puede esto ser una regla válida para una sociedad justa?». Es la pregunta kantiana que todo líder, empresario, funcionario y ciudadano debería hacerse.

En un planeta interconectado, donde la pobreza en una región alimenta crisis migratorias, ambientales y de seguridad en otras, combatir la corrupción con principios éticos universales es un acto de racionalidad práctica y supervivencia colectiva. Kant nos invita a elevar la vista más allá del cálculo cortoplacista y a construir, desde la razón práctica, un mundo donde la dignidad humana no sea sacrificada en el altar de la codicia. El imperativo es, en efecto, categórico: sin esta base ética, cualquier batalla contra la corrupción y la pobreza estará condenada a ser superficial y, en última instancia, fracasar.

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