Por Eduardo Padilla Hernández
Defensor de derechos humanos y catedrático
El asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, tras más de dos meses de lucha por su vida luego del atentado del 7 de junio de 2025, es una tragedia que no conoce bandos. En una democracia auténtica, la vida humana debería ser sagrada, sin importar si las ideas del otro coinciden o se oponen a las nuestras. Miguel Uribe no era solamente un político; era un esposo, un padre, un hijo, un amigo. Hoy su ausencia duele en lo más profundo, y su familia llevará para siempre un peso que ninguna palabra podrá aliviar.
A sus 39 años, Uribe Turbay representaba una generación que todavía cree que el debate político puede ser civilizado y que la discrepancia no debería costar la vida. La violencia que lo arrancó de los suyos revive las páginas más oscuras de la historia de Colombia, aquellas donde la pólvora y la sangre se impusieron a la razón y a la palabra. Tragedias como la de su madre, Diana Turbay, y la de tantos otros líderes asesinados, parecían advertirnos que no hemos aprendido lo suficiente de nuestro propio dolor.
No se trata solo de quién era él ni del partido que representaba; se trata de lo que su muerte significa para todos. Cuando un líder político es abatido, el mensaje que recibe la sociedad es que la violencia sigue siendo un medio legítimo para silenciar ideas. Ese mensaje es venenoso, peligroso y debe ser combatido con la fuerza de la justicia y la unidad nacional.
El país ha visto la captura de presuntos responsables materiales, pero detener a quienes jalaron el gatillo no es suficiente. La verdadera justicia implica descubrir a quienes planearon y financiaron este crimen, desarticular las redes que promueven la violencia política y proteger de manera real a quienes se atreven a alzar la voz, incluso si sus posturas incomodan.
Hoy Colombia debería guardar un silencio colectivo, no de resignación, sino de compromiso. Un compromiso de no permitir que el asesinato sea una herramienta política; un compromiso de cuidar la democracia que tanto nos ha costado; un compromiso de garantizar que las próximas generaciones vivan en un país donde nadie muera por pensar distinto.
Miguel Uribe Turbay no podrá volver a pronunciar sus discursos ni caminar por las calles que soñó mejorar, pero si su muerte nos mueve a defender la vida y a proteger la palabra, entonces habremos transformado el dolor en una semilla de esperanza. Que las balas no apaguen la esperanza.