Resistencia Civil Legítima

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Por:  Rafael Rodríguez-Jaraba*

Sobrecoge la indolencia de la sociedad ante la grave y creciente situación de inestabilidad legal; inseguridad jurídica; irrespeto a la justicia; aumento de la delincuencia; empoderamiento de la criminalidad; expansión del narcotráfico; pérdida de gobernabilidad territorial; ausencia de confianza en el Gobierno; corrupción en la contratación; despilfarro en el gasto; desgreño en la administración; decrecimiento en la inversión; contracción en la demanda; disminución del consumo; e, intento de restringir la libertad de pensamiento y expresión por parte de Petro y su parodia de gobierno.

Es inaceptable que Petro insista en descalificar y satanizar el pensamiento y las opiniones que no le son favorables, así tenga que distorsionar la realidad, desconocer la ciencia e ignorar la evidencia para acomodarlas a su conveniencia.

Pero peor aún resulta que, una minoría pagada, cada día más desilusionada y diezmada, pretenda maltratar, intimidar y silenciar a todo aquel que se atreva a criticar a Petro. Las llamadas bodegas digitales defensoras de Petro y sus alfiles y corifeos, son auténticas cloacas y guaridas de la más infame y despreciable maledicencia.

Los daños que deliberadamente Petro viene causando a la nación, no son temporales ni fácilmente reversibles, por lo que la sociedad civil, los gremios de la producción y todas las fuerzas vivas de la sociedad, deberían declararse en Resistencia Cívica Pacífica, en respuesta a sus atentados contra el régimen constitucional, la democracia, las instituciones republicanas y la estabilidad social y económica.

Y es que la Resistencia Civil es un derecho legítimo consagrado en la Constitución, ajeno a cualquier forma de violencia. Es tanto, como el derecho al disenso, la contradicción y la libertad de conciencia, al punto que nadie puede ser molestado o estigmatizado por sus principios, valores, convicciones y creencias, ni obligado a actuar contra su conciencia.

El ejercicio de los derechos de libertad de pensamiento y expresión, de huelga pacífica y de objeción de conciencia, son expresiones legítimas de resistencia cívica; tratar de desconocerlo, es atentar contra la libertad y la democracia.

Si algún derecho es medular en la democracia, tanto como lo es el derecho a la vida y la libertad, es el derecho a discrepar; máxime, si la discrepancia es frente al intento de burlar la Constitución Nacional y pervertir el Estado de Derecho.

No en vano, el artículo 40 de la Constitución confiere a los ciudadanos, el derecho a ejercer control del poder político y a interponer acciones públicas en defensa de la Constitución y de la ley.

Contrario a lo que afirma el Gobierno, el artículo 112 de la Carta establece que, los movimientos políticos que se declaren en oposición al Gobierno, podrán ejercer libremente la función crítica y, plantear y desarrollar alternativas políticas dentro del marco de la ley.

Es inaceptable que el Gobierno pretenda descalificar y satanizar el pensamiento y las opiniones que no le son favorables y, distorsionar la verdad para amoldarla a sus regresivas y disparatadas prédicas, tal y como sucede frente a las críticas que provoca su obtusa, perversa y mal llamada “Paz Total”.

Si bien la paz es un anhelo de todos, su búsqueda no puede partir de la rendición de un Estado legítimamente constituido frente a minorías criminales. Contrario a lo que se ha dicho, se diga o se siga diciendo, en Colombia no hay guerra; en Colombia hay violencia y barbarie causadas por la delincuencia común, el paramilitarismo y el narcoterrorismo.

Lo que debe ser el sometimiento de los criminales al Estado, no puede degradar en una negociación entre iguales, donde los maleantes obliguen a la nación a reformar su Constitución y sus leyes, a cambio de la quimera de dejar de delinquir.

Por ello, grande y protuberante es la falacia jurídica que, pretende nuevamente asimilar las negociaciones con un grupo narcoterrorista a los llamados “acuerdos especiales” que se establecen en los Convenios de Ginebra de 1949, como si en Colombia hubiera guerra y los delincuentes fueran iguales o comparables a otro Estado.

Si bien el artículo 93 de la Constitución establece que los tratados internacionales ratificados por el Congreso prevalecen en el orden interno, es espurio interpretarlos de manera extensiva para acomodarlos a circunstancias en que no son aplicables, y con ello, tratar de burlar la jurisdicción de la Corte Penal Internacional que administra el Estatuto de Roma.

¿Desde cuándo y por autoridad de quién, el Gobierno y la criminalidad tienen potestad para reformar la Constitución y para incorporar al mal llamado bloque de constitucionalidad las prebendas y componendas que acuerden a espaldas de la nación quebrantando el orden legal?

¿Desde cuándo y por autoridad de quién, el artículo 374 de la Carta fue modificado, de manera que ya no podrá ser reformada únicamente por el Congreso, por una Asamblea Constituyente o por el Pueblo mediante Referendo, sino que ahora también, por el Gobierno y un puñado de delincuentes?

Que nadie se equivoque; lo que está en juego no es una interpretación jurídica de la Constitución y los Convenios de Ginebra; lo está en juego es el futuro democrático de Colombia.

Entre tanto, la Corte Constitucional debe agilizar la declaratoria de inconstitucionalidad de varias leyes demandadas que fueron aprobadas por la bancada del Gobierno con visibles vicios de forma, fondo y unidad de materia.

A su vez, el Consejo Nacional Electoral debe pronunciarse sin más dilaciones sobre la presunta financiación irregular y violación de los topes en la campaña de Petro.

Por su parte, la sociedad civil debe acrecentar y arreciar su protesta cívica y pacífica ante tantos abusos, indelicadezas, despropósitos y desvaríos de Petro.

Lo que no se haga ahora, mañana será difícil poderlo hacer.

*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Litigante. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional en Derecho. Profesor Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.

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