Por: José Félix Lafaurie Rivera.
Ya esbozada la concepción de Ortega y Gasset sobre el “dogma país”, como la empresa audaz que despierte “los profundos instintos vitales de las masas” y permita procesos de incorporación que neutralicen los que propician la desintegración, en nuestro caso la ilegalidad y la violencia principalmente, me propongo acercar el foco sobre sus elementos y su alcance.
Ese dogma país, ese proyecto sugestivo de vida en común, ese proyecto de cosas por hacer mañana, esa empresa audaz, esa aspiración que impida la desarticulación del país, es algo que asocio con el “Acuerdo sobre lo fundamental” de Álvaro Gómez Hurtado.
No obstante, para que el dogma país entusiasme, primero, debe ser creíble. No podemos volver a engañar las esperanzas del país, pues la paz va más allá del silencio de las armas, que sí se puede firmar, pero la paz no se firma, se construye a partir de la unión de voluntades alrededor de objetivos comunes.
Segundo, debe motivar un acompañamiento social a los procesos de negociación y a las ofertas de la Mesa, como también una gran presión social a la contraparte, desde un país comprometido con el “dogma nacional” de la paz.
Tercero, debe expresarse en unos elementos sustanciales que respondan a lo “sustantivo”; es decir a las causas objetivas de la ausencia de paz; y cuarto, esos elementos deben tener soluciones de futuro, pero también proyectos piloto, victorias tempranas, que rompan paradigmas y manden mensajes de “SÍ SE PUEDE” a la sociedad escéptica. Esbozaré algunos, con la promesa de desarrollarlos en columnas venideras.
Un sistema legislativo cuya independencia garantice leyes que respondan a las necesidades de todos y no a los intereses de unos pocos; y un Estado con el tamaño y la capacidad para convertirlas en realidades transformadoras. En la profusión de leyes y el gigantismo burocrático se esconde la trampa y se incuba la corrupción.
La justicia es una expresión de gigantismo sin resultados y el mayor factor de escepticismo y desconfianza social. La igualdad de acceso y tratamiento, a pesar de la tutela, es todavía un logro inalcanzado. El entramado de ineficiencias y la manipulación dilatoria la convirtieron en una justicia inoportuna. La impunidad del 95% y el sistema carcelario son su vergüenza.
La seguridad como derecho y bien fundante de la sociedad, a partir de una Fuerza Pública moderna, transparente y civilista. El libre emprendimiento, con énfasis en el reconocimiento y apoyo al pequeño y mediano, tanto urbano como rural. La democratización del crédito, una de las expresiones más dramáticas de la inequidad, con altísimos costos que agobian a la clase media y empujan a los menos favorecidos a la maldición del gota a gota.
La educación, como factor de equidad y de construcción de futuro, es una prioridad sin discusión. La dignificación de la política y la elevación del tono moral, son un imperativo para la subsistencia de la democracia.
La complejidad del narcotráfico no permite soluciones únicas, sino diversas y consensuadas, que tienen que ver con seguridad, justicia, educación y, sobre todo, con la recuperación económica y social del campo, en un entorno de adecuada descentralización que reivindique el derecho de las regiones a una mayor participación en sus decisiones de futuro.
Estas reflexiones iniciales, que he tratado de resumir en tan breve espacio, así como propuestas concretas sobre la recuperación del campo como el primero de los elementos sustanciales, hoy están sobre la mesa de negociaciones, como un aporte asertivo para la reflexión y el debate, como un paso a la consolidación de un dogma nacional que convoque voluntades hacia el objetivo de la paz total.
@jflafaurie