Por Sixto González
En la política contemporánea hay una verdad incómoda: el ciudadano promedio ya no busca solo al mejor administrador, sino también, al mejor transformador del sistema. En ese terreno, hay un solo candidato a la presidencia, que ha sabido leer con precisión quirúrgica este momento país.
Su candidatura no nace de una maquinaria, ni de una doctrina partidista, sino, de un estado de ánimo colectivo: el cansancio. Ese agotamiento del formalismo tecnocrático, de la corrección política y del doble discurso de una clase política que se refugia en la retórica del consenso mientras perpetúa la ineficiencia y el clientelismo. Es justo ahí en donde Abelardo De La Espriella irrumpe, como un golpe de adrenalina en un cuerpo político anestesiado.
Su narrativa no promete continuidad, sino la demolición del esquema de cosas. Habla de autoridad, de meritocracia y de barrer con la burocracia, tres palabras que hoy suenan a redención más que a amenaza. Esa retórica de ruptura no es nueva: la hemos visto en fenómenos como Milei en Argentina, Bukele en El Salvador o Trump en Estados Unidos. Pero en Colombia adopta un tono propio, una mezcla entre el abogado mediático, el moralista indignado y el outsider de derecha que dice lo que muchos piensan y pocos se atreven a pronunciar.
El mensaje central es claro: no más politiqueros, no más cooptación burocrática, no más pactos entre los mismos con las mismas. Y aunque los críticos lo desprecian como populista reaccionario, lo cierto es que su discurso responde a un clamor social legítimo. La indignación ciudadana, lejos de ser irracional, se ha convertido en la nueva fuente de legitimidad política.
El “nuevo ciudadano” −ese que se informa por redes, cree poco en los partidos y vota por impulso moral antes que por un programa de manual− no quiere más a un político creado en el laboratorio electoral de los versados en estas líes, sino, a un líder que parezca libre del sistema que promete modificar. En esa lógica, él encarna la rebeldía elegante: con traje, verbo y fuego. Su marca personal −que antes lo situaba en el espectáculo judicial− hoy se traduce en su mayor capital político.
Sin embargo, la apuesta tiene un riesgo, aunque también una oportunidad. El discurso de la “demolición” fascina porque promete empezar de nuevo, pero su verdadero poder radica en convertir la ruptura en reconstrucción. Una cosa es movilizar la frustración, y otra −más difícil, pero posible− transformarla en una arquitectura de gobierno funcional y moderna. El desafío será consolidar la idea de “así se gobierna mejor”. Si logra canalizar la indignación hacia un proyecto de Estado sólido y eficaz, su movimiento podría convertirse no en tan solo una llamarada pasajera, sino, en el inicio de una nueva cultura política.
Colombia está ante un punto de inflexión: entre el agotamiento del político tradicional y la seducción del líder disruptivo. Abelardo es, por ahora, la expresión más sofisticada de esa transición. Representa una derecha emocional, moralista y antipolítica que busca legitimidad desde ese rechazo para lograr un cambio verdadero en la gestión.
Puede gustar o no, pero su irrupción confirma una verdad innegable: el sistema político colombiano ya no se discute dentro del Congreso, sino en las redes, en las calles y en la conversación diaria de un país que ha perdido la fe en sus instituciones.
La vieja clase dirigente habla de reformas mientras el ciudadano común vive sitiado por la inseguridad, la crisis hospitalaria, el desempleo, la informalidad y un narcotráfico que volvió a capturar territorios y gobiernos locales. Frente a ese cuadro, el discurso de Abelardo no suena a demagogia, sino a reacción. Su posición de outsider le permite proponer lo que los políticos tradicionales ni siquiera se atreven a pronunciar: una cirugía de fondo al Estado, que pase por devolverle autoridad a las instituciones, reordenar el territorio bajo la ley, desmantelar la burocracia improductiva y someter el poder del narcotráfico que alimenta la corrupción y la violencia. En un país donde las estructuras de gestión están agotadas y los consensos se han vuelto excusas para la inacción, su voz disonante aparece −para muchos− como la única capaz de forzar el punto de quiebre que la nación necesita para volver a creer en sí misma.
Colombia no está pidiendo reformas, está pidiendo una sacudida histórica. Entre la inseguridad que devora las ciudades, el narcotráfico que compra conciencias, la salud pública al borde del colapso y la burocracia que se alimenta de su propia ineficiencia, el país se cansó del maquillaje institucional. En ese contexto, su sacudida política no es una extravagancia: es una respuesta cruda al hartazgo colectivo. Su figura no surge para administrar la crisis, sino, para dinamizar las estructuras que la sostienen. Puede incomodar, dividir o escandalizar, pero representa el grito de una nación que ya no busca discursos templados, sino, una voluntad de hierro capaz de poner orden donde el sistema en algún momento de nuestra reciente historia republicana se rindió.
Ante el cálculo de los políticos tradicionales, ofrece el vértigo de la decisión y la promesa de ruptura. Puede ser disruptivo, incómodo o excesivo, pero es justamente esa irreverencia la que lo convierte en el síntoma más claro de un cambio de época: el país ya no quiere ser gobernado con cautela, sino, por alguien −como en el otrora 7 de agosto de 2002−, con un inquebrantable carácter.





