Por Bernardo Henao Jaramillo
Columnista de Opinión
Las ocho leyes de Abraham Lincoln, escritas hace más de 170 años, siguen vigentes. En ellas Lincoln decía que se puede engañar a algunos todo el tiempo o a todos por un tiempo, pero jamás a todos todo el tiempo. Y es esta verdad inapelable la que hoy desnuda la farsa de la izquierda radical: un proyecto construido sobre la mentira, la manipulación, el odio y la división.
El ejemplo más cercano lo tenemos en Gustavo Petro. Llegó a la presidencia de la República con un discurso de cambio y esperanza y tiene al país sumido en el caos: perdida la salud, fracasada la política educativa, desfinanciado el deporte, la economía tambaleando, la corrupción estatal desbordada, reformas improvisadas.
El «cambio» prometido fue nada más un engaño político que deja tras de sí muerte, hambre, desempleo, pobreza y desesperanza. El presidente, empeñado en gobernar desde X, escribe cada vez más insensateces, como acaba de ocurrir con las toneladas de lechona que supuestamente se vendieron en Japón.
Lo mismo ha ocurrido en otros países de América Latina. Los gobiernos de izquierda radical llegan al poder gracias a promesas grandilocuentes que esconden sus auténticos propósitos, razón por la cual al poco tiempo la gente descubre sus reales intenciones, la triste realidad: no se puede comer ideología, los discursos de odio no pagan las facturas, no hay seguridad en las calles y los esfuerzos por salir adelante se desvanecen.
La narrativa de la lucha de clases, la continua victimización y el resentimiento solo sirven para justificar el saqueo del Estado e intentar perpetuar a una camarilla en el poder. Puro populismo.
La izquierda radical está agotada, sin credibilidad ni futuro. Cuba, Venezuela y Nicaragua son prueba de su total fracaso. Otros países como El Salvador, Argentina y Ecuador ya le dieron la espalda a ese experimento. En Bolivia sucedió lo propio. Y en cuanto a Colombia la realidad se impone a la demagogia: el modelo petrista no funciona.
La conclusión es contundente: el ciclo de la izquierda latinoamericana radical se está cerrando. Lo que vendrá será un tiempo de reconstrucción durante el cual los ciudadanos exigirán a los gobiernos resultados concretos y progreso real, «para devolver a la gente la confianza y la seguridad perdidas.»
La izquierda radical agoniza. Y al derrumbarse sus mentiras lo que queda en pie es el deseo de los pueblos de tener un gobierno justo y democrático para vivir en armonía, en vez de esos caudillos vociferantes que se enriquecen a su costa.
Pero eso no se logra con improvisados ni con charlatanes. Como lo advirtió Álvaro Gómez Hurtado, es necesario unirse en lo fundamental. La región necesita líderes de verdad: preparados, sólidos, honestos, con carácter, y capaces de gobernar con principios y valores.
Eso no lo conseguirán improvisados charlatanes, culebreros, mitómanos.
La región se encuentra en un difícil momento por la expansión del narcotráfico. Petro, en su afán de congratularse con su vecino ilegítimo, ha llegado al extremo de negar, contrariando las evidencias, la existencia del Cartel de los Soles. En los Estados Unidos se vienen adelantando investigaciones exhaustivas respecto a miembros de este grupo criminal y se le ha hecho saber que se lo combatirá por todos los medios.
Se necesita que la región tenga orden y tranquilidad. China, Irán y Rusia vienen apoyando a Venezuela económicamente, con armamento y estrategia. Pero esta cooperación no es gratuita: Venezuela está hipotecada a esos países.
En cuanto caiga el régimen de Maduro, ilegal y violatorio de los derechos humanos, le corresponderá a la nueva Venezuela determinar el estado de la deuda y su finiquito. El bloqueo actual a Venezuela por parte de los Estados Unidos permite ilusionarse con que más pronto de lo que se espera nuestro vecino país recobrará su libertad y democracia.