Por Bernardo Henao Jaramillo
Columnista de Opinión
En medio de gran alboroto la Constitución de 1991 introdujo la figura de la moción de censura. Se pronosticó que tendría mucha importancia dado que era un mecanismo novedoso de control político democrático, un instrumento para exigir responsabilidades reales a los ministros de estado y altos funcionarios, cuando su gestión hubiese resultado dañina, negligente o abiertamente lesiva para el interés público. Funciona como herramienta de control político y equilibrio entre poderes.
Treinta y tres años después el balance de esta figura es lamentable ya que solo ha prosperado en una ocasión. Fue en 1995 cuando en medio del Proceso 8000 el Senado removió al entonces ministro de Defensa Fernando Botero Zea.
Desde entonces el país ha presenciado innumerables escándalos administrativos y políticos sin que ninguna moción logre su cometido. Deplorable. Esto nos enfrenta a la realidad de que dicha figura es completamente inoperante y más simbólica que real.
Durante los dos últimos gobiernos, el actual de Petro y el anterior, de Iván Duque, la moción de censura se ha utilizado muchas veces, por parte de la oposición y de los partidos independientes debido a escándalos de corrupción, fallas administrativas graves, decisiones muy cuestionadas y simples crisis políticas. Pero el debate tiende siempre a convertirse en espectáculo y la votación resulta irrelevante.
La secuencia es predecible. Se anuncia la moción con estridencia; el país se divide entre defensores y detractores del ministro; los partidos convocan ruedas de prensa y se anuncian “votos de conciencia”; se adelantan debates maratónicos llenos de cifras, acusaciones y réplicas; y, al final, los funcionarios salen incólumes gracias al muro blindado de la coalición de gobierno de turno.
La verdadera raíz del problema no está en el diseño mismo de la figura consagrada en el artículo 135 de la Constitución Política. La Constitución, y en eso se equivocaron los constituyentes de 1991, exige mayoría absoluta para remover al funcionario público sometido a la moción. ¿Por qué? Porque ningún ministro llega al cargo sin representar una cuota política dentro de una coalición, y esa coalición tiene incentivos muy claros para sostenerlo, incluso a costa de la opinión pública, como se ha evidenciado en ocasiones pasadas.
La disciplina de bancada, el reparto burocrático, la dependencia del Ejecutivo para la gobernabilidad y la lógica clientelista hacen prácticamente imposible que un partido oficialista vote contra su propio ministro.
En los pocos casos donde un ministro se ve realmente acorralado, la salida nunca ha sido la censura, sino la renuncia anticipada. Así ocurrió con Guillermo Botero en 2019 y Karen Abudinen en 2021. Ambos estaban políticamente liquidados, pero ninguno cayó por la moción: prefirieron renunciar antes de someterse a la votación.
Pero como entender que ahora que en bombardeos se confirma la muerte de 15 menores reclutados y se rechaza la moción de censura al actual ministro de defensa. En el pasado el ministro de defensa de entonces, Guillermo Botero por ese bombardeo en el que fallecieron seis niños reclutados no tuvo alternativa y se vio obligado a renunciar porque anticipaba que la moción prosperaría.
En fin, el mensaje es claro: la moción no tumba ministros; los ministros se van para evitar la vergüenza si anticipan que sea aprobada.
Este fenómeno, lejos de reforzar la utilidad de la figura, la debilita aún más. La moción ya no funciona. Se convierte en una herramienta de presión mediática que obliga a renunciar. Es sin duda la confirmación de su fracaso.
La inutilidad de la moción de censura no es un asunto menor. Debilita la confianza ciudadana en el Congreso, alimenta el cinismo sobre la política y perpetúa la sensación de que en Colombia nadie rinde cuentas. Si las decisiones más cuestionadas de un ministro no tienen consecuencias formales, entonces la herramienta que debería corregir los excesos del poder no solo está averiada: está muerta.
Lejos de cumplir los efectos que estaba llamada a tener, se convirtió en un show sin efectos. La figura de la moción de censura erosiona la idea misma de responsabilidad política. Los ministros aprenden que sobrevivir al debate es suficiente; el Congreso aprende que nada cambiará con su voto; y la ciudadanía observa que, aunque los controles existen en el papel, en la práctica no funcionan y motivan la desesperanza.
El país debe decidir si quiere una moción de censura real o simplemente seguir actuando como si no existiera. Reformarla implica varias rutas posibles:
Sustituir la mayoría absoluta por mayoría simple. Sancionar el voto contraevidente. Permitir mecanismos vinculados a resultados e indicadores verificables. Establecer sanciones institucionales intermedias, como suspensiones temporales. Estudiar la posibilidad de integrar el control político con las investigaciones disciplinarias y fiscales.
También resulta válido plantear una discusión sobre su eliminación. Mantener mecanismos simbólicos pero inútiles solo debilita el sistema democrático. Un control político que nunca sanciona deja de ser control. Una democracia que normaliza esa inoperancia, se acostumbra al desgobierno.






