Por: Rafael Rodríguez-Jaraba*
Adam Smith, Padre de la Economía, estudió los aranceles y las restricciones al comercio, y en su obra cimera, La Riqueza de las Naciones, escribió:
“Lo que para un Padre de Familia es prudente, también lo es para un país. Si un país extranjero puede suministrarnos un artículo más barato de lo que nos cuesta fabricarlo, nos conviene comprarlo. La población no duda en comprar lo que necesita, a quien lo venda más barato.”
Luego agregó:
“Los extranjeros que quieran invertir en un país, respeten sus leyes, establezcan negocios, generen empleo y paguen impuestos, deben ser apreciados como los nacionales. Que nadie olvide, que todos somos extranjeros”
Las palabras de Smith son indiscutibles e imperecederas. Tanto en el comercio interior como exterior, la población le compra al que venda más barato y vende al que compre más caro. Pero la retórica proteccionista, aprovechando la debilidad que produce la falta de educación, perversamente le hace creer a los pobres, que los aranceles y las restricciones al comercio los favorece, y que la libertad de mercado los perjudica.
Es claro que el libre comercio, por abolir los aranceles, reduce los precios, estimula la competencia, mejora la calidad, democratiza el mercado y desalienta la inflación.
También es claro, que, en los países emergentes la abolición de los aranceles abarata la adquisición de bienes de capital y materias primas, haciendo más eficiente la producción y con ello generando, disminución de costos, gastos y precios, ampliación del mercado, creación de nuevos puestos de trabajo, aumento de ingresos y de pago de impuestos.
Por lo general, el hecho de que los salarios en un país emergente sean más bajos que en uno industrializado, induce a que, entre ellos, el emergente le venda más al industrializado, y que éste, antes que aspirar a ampliar su mercado en el emergente, se valga de él para abaratar sus costos de producción, y de hacerlo, le termine invirtiendo y generando nuevos empleos.
Todas las razones en favor del intercambio -probadas hace cerca de 200 años- conducen a que los beneficiados sean los consumidores. La prosperidad de Japón, Singapur, Israel y Chile vivifica este axioma, aun no rebatido por los vociferantes globafóbicos, que, por utilitarismo sectorial o ignorancia invencible, abogan por el proteccionismo que favorece a pocos y perjudica a todos.
Los TLC no hacen milagros, ni vuelven ricos a los pobres, ni pobres a los ricos. Los milagros de hoy los debe hacer la sociedad educada, aplicando las ciencias económica y jurídica, y desoyendo la ideología populista que pretenden hacer política con ellas.
Los TLC, movilizan a las naciones, las obligan a elaborar inventario de sus falencias y debilidades, así como a confrontar sus capacidades y fortalezas, todo, en busca de mayor competitividad.
Los TLC no son perfectos, son perfectibles; no son un modelo de desarrollo, tan solo son un instrumento creado por las naciones para volver al mercado libre, como siempre lo fue, hasta que los feudales lo restringieron para enriquecerse a costa de los comunes; tampoco son inamovibles, son revisables y, unilateral y temporalmente se pueden suspender, cuando se advierte un daño inminente en el mercado.
Pero para que cualquier intercambio germine, es necesario que mejoremos la productividad y estimulemos la competitividad, y que el Estado abarate el costo del dinero, mejore la infraestructura, minimice los trámites, modifique la errática política monetaria, cambiaria y crediticia que nos agobia, y no incurra en el obtuso error de gravar las exportaciones y menos, de considerar las regalías como un costo y no como un impuesto que naturalmente debe ser deducible de renta.
Si a los niños se les enseñara qué es la ventaja comparativa, no sería necesario explicársela tardíamente a los adultos. Al respecto, Paul Samuelson, Premio Nóbel de Economía dijo:
“La Ventaja Comparativa es indiscutible e indiscutida; no necesita ser demostrada por un matemático, y aunque es simple, son miles los hombres importantes e inteligentes que nunca la han podido deducir ni fácilmente comprender cuando se las explican«.
De ahí la dificultad de muchos que siguen sin entender que, la liberalización del comercio promueve el arribo de nuevas inversiones, disminución costos, gastos y precios, diversificación de la oferta, crecimiento de la demanda, freno a la inflación, y, principalmente, nivelación gradual de ingresos, expansión económica y progreso social. Así lo demuestran la teoría, las matemáticas y las estadísticas.
La integración promueve oportunidades y retos, y, usualmente los retos son mayores que las oportunidades, por estremecer a los sectores blindados por el proteccionismo estatal y desatar acciones de mejoramiento continuo.
De hecho, el libre comercio y el arribo de inversiones, productos y servicios extranjeros, modifica el entorno comercial, retarda el cobro de impuestos, crea competencia abierta, conmociona la estabilidad fiscal y sobrecoge a algunos sectores de la industria doméstica, pero al final, mejoran la calidad de vida de la población del país receptor y aumentan el recaudo fiscal. Esto explica porque, hacendistas, alcabalistas y sectores blindados con subsidios mimetizados, en público simulan ser partidarios de la globalización, pero en privado la aborrecen.
La integración económica es un fenómeno político y socioeconómico, difícil de desconocer, que hoy es inmanente al desarrollo natural e instintivo de aldeas y pueblos, y, es antípoda de la confrontación, disuade desencuentros, suma esfuerzos y voluntades, y alienta la esperanza cierta de lograrse un mayor nivel de progreso y bienestar.
Cada día, resulta más difícil vivir aislado de la economía mundial y disponer del amparo proteccionista de subsidios estatales, que, por favorecer a pocos, perjudican a la mayoría de la población, distorsionan el comercio mundial, aumentan el déficit fiscal y destierran la competitividad.
Con tratados de libre comercio, o sin ellos, es imperativo que Colombia mejore su competitividad. El desarrollo del país exige, que el Estado mantenga su estrategia de integración a la economía global, y para ello debe avanzar, pero solo sobre la base de negociaciones, graduales y reciprocas que consulten y aprovechen las bondades ciertas de la asimetría contractual entre naciones, y que no comprometan el interés de los consumidores, quienes deben ser los mayores beneficiarios de los TLC.
A su vez, la Corte Constitucional debe corregir el grave error del Gobierno y el Congreso, al considerar que las regalías no son un impuesto.
*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Litigante. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional. Profesor de Derecho Comercial y Financiero. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.