Por Bernardo Henao Jaramillo.
Columnista de Opinión
En una democracia funcional, la separación de poderes no es un adorno retórico ni una concesión política: es el pilar que garantiza el equilibrio institucional y la legitimidad del Estado. Por eso, la reacción emotiva e incendiaria del Presidente Gustavo Petro ante el hundimiento de la reforma laboral que será pronto archivada, no solo es improcedente, sino abiertamente peligrosa. En lugar de aceptar con madurez democrática la decisión de la Comisión Séptima del Senado, ha optado por victimizarse e intentar desacreditar a los congresistas exponiéndoles por ejercer su función al rechazar un proyecto por considerarlo inconveniente.
El presidente parece olvidar que el Congreso no está para aplaudir automáticamente sus iniciativas ni para servir de notaría de sus propuestas, sino para deliberar, debatir y decidir en función del bien común, del interés general. La narrativa de que su reforma fue “saboteada” o “bloqueada por la élite” no solo es absurda, sino que atenta contra la independencia y el ejercicio legítimo del poder legislativo y de contera afrenta al empresariado. Petro busca convertir cualquier revés en un arma política para movilizar a sus bases, pero hacerlo a costa de la institucionalidad es inadmisible. Propone, a futuro, el uso de uno de los mecanismos de participación popular, más no con la finalidad que se instituyó, como salvaguarda de la democracia sino como un llamado al desorden social, como aquél de la primera línea de dolorosa recordación por el pueblo decente de Colombia.
La Comisión Séptima del Senado actuó conforme al mandato de analizar los proyectos, discutirlos y tomar decisiones. Petro tiene que entender que no hay conspiraciones, ni traiciones, ni maniobras oscuras. Hay una Comisión que funciona. Cuando el Ejecutivo no es capaz de entenderlo, el problema no está en nuestra democracia sino en la particular concepción del poder del actual jefe del estado. También en su discutible emotividad.
Por ello seremos solidarios con los congresistas que votaron el hundimiento de la inconveniente reforma laboral. Defender la autonomía del Congreso no es un acto de oposición política, sino una responsabilidad democrática e institucional. Un Congreso sometido al ejecutivo constituye una renuncia al equilibrio de poderes y al control que debe ejercer sobre el poder ejecutivo.
El archivo de un proyecto en el Senado es el resultado de un debate en el procedimiento legítimo dentro del marco democrático y legislativo. Los mecanismos institucionales prevén que no todos los proyectos prosperen, ya sea por falta de consenso, por inconveniencia jurídica o económica, o porque no responden a las necesidades del país en un momento determinado.
En este sentido, cualquier intento de cuestionar el archivo de un proyecto mediante una consulta posterior resulta equivocado si parte de la premisa de que una decisión legítima del Congreso debe ser revertida por mecanismos que desnaturalizan el proceso legislativo. Al pretender desconocer la decisión de archivo de un proyecto apelando a vías ajenas a la deliberación parlamentaria, se debilita el principio de Montesquieu sobre la separación de los poderes del Estado.
El artículo 104 de la Constitución Política establece que el Presidente de la República puede convocar a una consulta sobre un asunto de trascendencia nacional, con el concepto previo favorable del Senado. Si se intenta utilizar este mecanismo para revertir el archivo de un proyecto de ley, habría un problema jurídico y político. Se necesitaría no menos de la tercera parte de los electores que conforman el censo electoral, esto es, unos 13 millones y medio. Es más que la cantidad de votos que eligió a Petro.
La consulta popular está diseñada para recoger la opinión de la ciudadanía sobre asuntos generales de interés nacional, no para revivir proyectos archivados en el Congreso. Si se usara con ese fin, se estaría tergiversando su propósito.
Toda propuesta de hacer uso de mecanismos de participación ciudadana como la consulta pupular, plebiscito o referendo, tiene una intención populista, ya que los umbrales de estos mecanismos están diseñados para no ser superados. Tan así es que bajaron el umbral para convocar el plebiscito del acuerdo de Santos con las Farc.
Los mecanismos de participación sí han tenido efecto político, ya que han servido en campañas y para despertar pasiones en el pueblo hasta que se agotó a los electores con ese discurso.
El uso que el actual gobierno quiere dar a esos mecanismos es ilegítimo, pues no tiene la finalidad prevista en la Constitución y la ley. Posiblemente buscan un «estallido social», como el que la izquierda convocó contra el gobierno Duque, para crear una situación que le permita al mandatario adoptar otras medidas con recónditos propósitos de desestabilización de la democracia.
Si el gobierno está apostando por ese escenario, entonces el país podría estar entrando en una fase de mayor polarización y caos con fines estratégicos.
Dado el estado de la economía del país, entre otras, por el excesivo gasto en que ha incurrido el ejecutivo, sería un error convocar una consulta popular costosa, que requeriría aproximadamente de medio billón de pesos. Luego, ni constitucional, ni política, ni económicamente resulta viable la anunciada consulta popular.
Además, olvida el mandatario lo previsto en el segundo inciso del artículo 52 de la Ley 134 de 1994 que consagra “No podrán ser objeto de consulta popular proyectos de articulado, (…)”, de donde emerge que subvertir el ordenamiento jurídico para despojar de su legítima competencia al Congreso no es más que otro atropello al sistema democrático para implementar uno dictatorial. Los miembros del Congreso son elegidos popularmente, son los representantes del pueblo y, por ende son su voz, ahí encuentra Petro la voluntad del pueblo que reclama, luego sus decisiones deben ser respetadas.