Por: Rafael Rodríguez-Jaraba
La importancia de elegir bien al próximo presidente de Colombia, es transcendental y superlativa, y, además, decisiva para salvar la democracia, recomponer las instituciones republicanas, restituir la seguridad y el orden, y redimir la economía.
A menos de dos años de terminar el remedo de gobierno Petro, la situación que afronta la nación es grave y caótica, y así lo evidencian la mayoría de indicadores sociales y económicos, y los que no son adversos, responden a las respuestas naturales del mercado, como es la reducción de la inflación como resultado de la contracción de la demanda, y fruto de la inestabilidad legal, la inseguridad jurídica, la incertidumbre y la zozobra que nos agobia.
En materia de seguridad, situación no puede ser peor; en vastas zonas de la geografía nacional se perdió la gobernabilidad, y en ellas, el Estado fue sustituido por grupos terroristas, organizaciones criminales y bandas delincuenciales.
La llamada “Paz Total”, no ha hecho nada distinto a promover y aumentar la perversidad y la villanía. Colombia, gracias a las dislocadas ocurrencias de Petro, está asolada por la barbarie, asediada por grupos narco terroristas y sitiada por la delincuencia. Pareciera que a Petro le conviene que se entronice la anarquía, como estrategia para intentar perpetuarse en el poder o para cederlo a uno de sus obsecuentes alfiles.
A su vez, la corrupción campea, y ahora, es más voraz, cínica y desvergonzada. Si bien Colombia ha padecido este cáncer desde tiempo inmemoriales, durante el actual gobierno, se han sobrepasado todos los límites imaginables.
El derroche, los abusos y las indelicadezas de Petro y de sus corifeos, en materia de gasto y oscura contratación, es insuperable, y solo comparable con la de un dictador. Entre tanto, los órganos de control, en especial la Contraloría General, se mantienen silentes o desentendidos.
En el campo, el aumento de cultivos ilícitos es descomunal, así como de producción de narcóticos. Colombia se convirtió en un frondoso vergel de coca y en interminable cadena de factoría de narcóticos.
La seudopolítica ambientalista de Petro contrasta con la deforestación de selvas, bosques, reservas naturales y parques nacionales, a causa del aumento exponencial de cultivos ilícitos, al igual que, con la multiplicación de laboratorios de cocaína que vierten precursores y desechos químicos letales en los lechos de los ríos, así como con su indolencia, ante la voladura de oleoductos y el derrame de petróleo que aniquila especies vivas y contamina el agua de las que luego muchos ciudadanos se sirven.
Pero peor aún, el anuncio de Petro de comprar las cosechas de hoja de coca, lo que no es nada distinto que la antesala de su solapado deseo de legalizar su cultivo y, al parecer también, la producción de narcóticos. Si alguien es enemigo del medio ambiente, es Gustavo Petro.
Es por esto, y por mucho más que, por encima de nuestras inclinaciones, diferencias y discrepancias partidista, políticas e ideológicas, los colombianos demócratas tendremos que decidir entre, mantener nuestro perfectible Estado de Derecho o acoger el populismo comunista de Petro y su Banda.
El próximo presidente, cualquiera que sea, estará abocado a reconstruir la democracia y recomponer la economía, y para lograrlo, deberá, ante todo, imponer el orden, la seguridad y la autoridad, al tiempo que deberá diseñar y ejecutar reformas estructurales que corrijan las desigualdades sociales.
Además, deberá ser implacable en la lucha contra la corrupción, solvente en economía, acendrado en administración, efecto a la planeación, obcecado por la educación, paladín del orden y respetuoso de la ley y la justicia, sin cejar en la guerra frontal contra el terrorismo y el narcotráfico, y menos en la lucha contra la pobreza y la exclusión.
Para acortar el camino hacia el progreso, deberá renunciar al conformismo que depara la evolución previsible de un modelo económico conservador, incapaz de modificar la realidad del mercado y tan solo bueno para atacar los efectos y no el origen de la causa de los problemas.
La meta cimera de su mandato deberá ser, la construcción de un nuevo modelo económico audaz y sostenible, capaz de: ensanchar la industrialización y la producción; dinamizar la generación de empleo; resolver las necesidades básicas de la población vulnerable; ampliar y mejorar la salud; universalizar y despolitizar la educación pública; promover la investigación; fomentar el emprendimiento, y; fortalecer la justicia, para así poder alcanzar y mantener la paz que asegura la gobernabilidad.
Respetando con celo la iniciativa y la propiedad privada, deberá detener la concentración de la riqueza de algunos sectores abusivos, y propender por la redistribución de ella; solo así, logrará consolidar la democracia y desterrar la demagogia populista que asola la región.
Cerrar la brecha entre pobres y ricos es urgente y no da espera; pero hacerlo, otorgando subsidios y ayudas paternalistas que aumenten el déficit y el endeudamiento, es engañoso y peligroso por insostenible.
La política fiscal en Colombia es amorfa, repentista e irracional, causa desigualdad, obstruye el crecimiento, desalienta el empleo, castiga el consumo y otorga injustos beneficios a sectores solventes. Para promover inversión, reducir pobreza, aumentar demanda y alentar la inversión, es prerrequisito abolir todos los impuestos directos e indirectos al empleo y al consumo de bienes básicos y de capital, así como los tributos a los combustibles y alentar la producción ambientalmente sostenible de ellos.
El nuevo presidente tendrá que acometer una reforma fiscal inspirada en equidad, no para aumentar sino para disminuir tributos, en la que los impuestos sean proporcionados y progresivos al ingreso y exonerados de ellos la canasta familiar, la salud, la educación, la vivienda, el transporte, los bienes de capital y todos los servicios públicos domiciliarios, al tiempo que deberá ser implacable contra la elusión y la evasión. De hacerlo, mejorará la calidad de vida de la población, y mejorará la disciplina y el recaudo fiscal.
También deberá restituir la competencia en el mercado financiero, racionalizar las tasas de intermediación, acabar los abusivos cobros de los servicios bancarios y detener la escalada de precios concertada por sectores protegidos que abusan de su posición dominante.
Una tarea tan ingente, compleja y exigente, demanda carácter y formidables capacidades, cualidades y virtudes, de ahí la necesidad de elegir un candidato que las aúne y que, en lo posible, sea un estadista y no un político, y que su gobierno sea de unidad nacional en el que converjan las mejores y más esclarecidas y encumbradas inteligencias del país.
Para Winston Churchill la diferencia entre un político y un estadista es: “El político solo piensa en el triunfo electoral, mientras que el estadista, en las futuras generaciones, en la consolidación de la nación y en la sostenibilidad del Estado.”
A su vez José Ortega y Gasset afirma: «El Estadista debe tener virtudes magnánimas y carecer de vicios perversos y pusilánimes«. Según Ortega y Gasset, normalmente el estadista es incomprendido por visionar y planificar a largo plazo, entre tanto, el político es comprendido por decir lo que a corto plazo se quiere oír.
Por su parte Federico de Amberes predica: “Los electores no deben confundir entre un populista, un político, un intelectual y un estadista. El populista se ocupa en restar y destruir; El político en figurar y anunciar; El intelectual en señalar y criticar; y, El estadista en prospectar y ejecutar.”
Ya es tiempo de empezar a visualizar candidatos presidenciales poseedores de ciencia, virtud y sabiduría, y con talante de estadistas, que puedan no solo soñar sino disoñar una patria mejor, que tengan capacidad para hacer posible la esperanza de progreso y así, desterrar el populismo comunista que nos acecha.
Por mi parte considero que, entre todos los que legítimamente aspiran llegar a la presidencia, María Fernanda Cabal Molina es la persona que aúna las mayores condiciones, no solo, para ser una gran presidente, sino una estadista que la historia recordará.
Que nadie olvide que, la senadora Cabal fue elegida con la mayor votación obtenida por una mujer en la historia de Colombia; tampoco que, su desempeño en el Senado ha sido diligente, propositivo, productivo y muy sobresaliente, siempre, en defensa y favor de la democracia y de las instituciones republicanas.
Nadie, como María Fernanda Cabal, ha tenido tantos fundamentos, firmeza y valor, para enfrentar y confrontar el sainete de gobierno que padecemos. María Fernanda Cabal, es honorable, íntegra, preparada, capaz y valerosa, y representa, firmeza luz y esperanza para Colombia.
Ojalá que, en consideración a que los sondeos y encuestas de opinión señalan holgadamente a la senadora Cabal como la favorita, los demás aspirantes del Centro Democrático, en un gesto de reconocimiento, grandeza y nobleza, aplazaran sus aspiraciones y adhirieran a su candidatura, lo que evitaría una costosa consulta, innecesarias disputas entre ellos y la eventual fractura del partido.
Siendo así, María Fernanda Cabal tendría que competir con los aspirantes a la presidencia de los partidos democráticos, que pronto deberían conformar un amplio frente republicano, que salve a Colombia de seguir cayendo al abismo insondable del comunismo.
Considero que a Colombia le llegó la hora de ser gobernada por una mujer. Los gobernantes hombres, en su mayoría, no lo han hecho bien.
Colombia requiere una Presidente Cabal.
*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mag. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Litigante. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional en Derecho. Catedrático Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.