Willington Martelo

Crónica del Presidente y los Corazones sin Visa

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Por: Willington Martelo

Le cancelaron la visa a Gustavo Petro en un viernes gris de burocracia internacional, pero el rumor solo tomó sentido verdadero cuando llegó a la Costa, donde la vida se mide por latidos, no por papeles. La noticia, que en Bogotá sonó a golpe bajo, aquí, entre el rumor del mar y el calor de la plaza, se convirtió en otra cosa: en una revelación.

Porque la verdadera visa, la única que vale la pena tener, es la que sella el corazón de un pueblo. Y esa, a Petro, el universo se la concedió hace rato. No necesita permiso para entrar en el corazón de los que aman esta tierra con furia, de los que se aferran a ella aunque la tierra les devuelva espinas. Esos corazones le abren la puerta sin preguntar, porque reconocen en él a un compañero de viaje en esta larga travesía de dignidad.

Los otros, los de los corazones arrodillados, celebran. Brindan con whisky caro en salones con aire acondicionado, felices como si le hubieran ganado un partido a la pobreza. Para ellos, que confunden la patria con un club social, ir a Miami sí es un sinónimo de riqueza y estatus. Creen que el valor de un hombre se mide por la distancia que pone entre él y su gente. Su sueño americano es, en el fondo, una pesadilla de desarraigo: cambiar el olor del guayacán en abril por el desinfectante de un baño público.

Se van a emigrar, sí, y muchos, con sus títulos universitarios guardados en maletas de vergüenza, terminan limpiando el vómito y la cagada ajena en un país donde son invisibles. Pierden la dignidad en cada trapo que escurren, creyendo que ganan dólares. Esa es su triste riqueza: un cheque manchado de un honor que dejaron en la aduana. Confunden sobrevivir con vivir.

Petro, en cambio, no necesita ir a lavar baños ajenos. Tiene el oficio más grande: lavar con sus propias manos la honra de un país entero. Su trabajo no es limpiar el excremento de un borracho en un bar lejano, sino limpiar la podredumbre de siglos de injusticia aquí, en su casa. Prefiere oler el sudor de un campesino que el cloro de un hotel de lujo. Prefiere la mano áspera de un pescador que el débil apretón de un magnate.

Mientras a los vende patria les tiembla el alma si se les vence la visa, a Petro le basta y sobra la visa eterna que le dio la madre que perdió a su hijo en la violencia. Esa visa no se vence. Mientras los arrodillados mendigan una green card, Petro tiene la tarjeta verde de la esperanza de su pueblo, que es el pasaporte más poderoso del mundo.

Que se queden con su visa cancelada. La grandeza de un líder no se mide por las puertas que le abren en el extranjero, sino por las que le cierra a la indignidad en su propia tierra. Petro no está perdido en el sueño americano. Está más despierto que nunca, construyendo el sueño colombiano, que es, simplemente, el derecho a vivir con orgullo en nuestro propio territorio, sin tener que arrodillarnos para recoger las migajas de nadie.

Al final, los que lavan baños cagados en el Norte solo tienen dólares. Pero Petro, y los que creen en esta patria posible, se están quedando con la única cosa que al final de la vida vale la pena tener: la dignidad intacta.

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