Por: Eduardo Padilla Hernández
Soy cereteano y, como muchos aquí, crecí sabiendo que en nuestro pueblo había un hombre especial. No porque se creyera más que nadie, sino porque, sin proponérselo, se convirtió en un maestro silencioso para todos: el Padre Gumersindo Domínguez Alonso.
No recuerdo una sola vez que lo haya visto apurado. El Padre Gumer es de esos que parecen caminar al ritmo del corazón y no del reloj. Y eso, en este mundo de carreras y afanes, es una lección que uno no olvida. Me enseñó que el tiempo es un regalo, no una cadena; que escuchar vale más que contestar rápido; que la calma también cura.
De él aprendí que la fe no se grita: se vive. Que no hace falta levantar la voz para que las palabras lleguen lejos, y que el ejemplo diario pesa más que cualquier sermón. Viendo cómo recibía a todos desde el más encopetado hasta el más humilde entendí que la verdadera autoridad no se impone, se gana con respeto y cariño.
El Padre Gumer nunca fue solo un sacerdote. Fue y es un vecino, un consejero, un amigo que te mira a los ojos y te hace sentir importante. Me enseñó que servir no es rebajarse, sino elevar a los demás. Que la vida se hace grande cuando uno la entrega sin esperar nada a cambio.
Hoy, cuando lo visito y lo veo sentado, meditando frente al sagrario, pienso que estoy frente a un santo vivo. Y no lo digo por exagerar: lo digo porque su vida entera ha sido una oración hecha carne. En sus manos arrugadas y en su sonrisa tranquila hay más evangelio que en muchos libros.
Ser cereteano y haber tenido el privilegio de aprender de él me ha marcado. Muchas cosas de las que soy hoy se las debo a sus enseñanzas. Y aunque la vida me lleve por otros caminos, siempre volveré a esa lección que me dio sin decirla: que la mejor homilía es vivir con amor.
Gracias, Padre Gumer, por seguir enseñándonos, incluso cuando parece que guardas silencio. Ese silencio tuyo está lleno de palabras que se clavan en el alma.