Por Rafael Nieto Loaiza.
El ataque del Eln con explosivos a un pelotón de soldados regulares que protegía el oleoducto Caño Limón Coveñas, contra el que han atentado cinco veces este año, con saldo de nueve soldados asesinados y nueve más heridos, obliga a reflexionar sobre la “paz total” de Gustavo Petro.
El primer pecado es el voluntarismo, suponer que «la paz» es el resultado del mero deseo de hacerla y no de un conjunto de condiciones objetivas. Los violentos solo se desarman cuando concluyen que el costo de seguir en la violencia es mayor al de desmovilizarse.
El segundo es no entender que, consecuencia del primero, es indispensable usar toda la fuerza legítima del Estado para hacerle sentir a los violentos el costo de seguir en el crimen. Si los violentos no ven el riesgo, no sienten el peligro en carne propia, no asumirán ninguna negociación de manera seria.
Para eso es indispensable tener una Fuerza Pública capaz, eficiente, equipada, con reglas jurídicas claras, respaldo político y alta moral de combate. Lo que de ninguna manera puede hacerse, tercero, es precisamente lo que este gobierno hizo: debilitarla de manera sistemática, arrasar con sus mandos, disminuirle el presupuesto, generarle inseguridad jurídica y negarle apoyo a las unidades que lo necesitan.
Darle ventajas estratégicas a los violentos, cuarto, cuesta vidas y es mortal para el propósito de “la paz”. Eso es lo que ha hecho Petro en varios campos. Resalto cuatro: uno, renunciar a los bombardeos aéreos, una de los factores que favorecen a las Fuerzas Militares y la Policía en comparación con los grupos criminales; dos, desmantelar las estructuras de inteligencia, el otro factor comparativo, y, peor, usarla contra las propias tropas, como está ocurriendo con la investigación sobre la muerte de Santrich. Recordemos que la inteligencia fue vital en los golpes contra las Farc y su secretariado; tres, el cese del fuego debe ser un punto de llegada y no de partida porque, por definición, hace imposible presionar militarmente a los violentos. Si además ese cese del fuego, como ha ocurrido ahora, solo paraliza a militares y policías, obligándolos a no atacar a los criminales, pero no le exige a los violentos parar todo su accionar delictivo, estamos en el paraíso de los bandidos y en el peor de los escenarios para el Estado y los ciudadanos; finalmente, la política de Petro en materia de narcotráfico garantiza que los violentos no solo mantengan intactas sus fuentes de financiación, su logística y su capacidad de reclutar, sino que incrementen sus ingresos.
Aunque hoy no hay ningún grupo violento que no sea mafioso, quinto, pretender tratar igual a los narcos puros y al Eln es un grave error. Ni son lo mismo ni la Constitución y la ley permiten tratarlos de la misma manera. Este punto vital, sin embargo, requiere profundización en otra columna.
No aprender las lecciones del pasado es un sexto y grave pecado. Colombia tiene una larga historia de negociaciones con violentos, muchas fracasadas y algunas pocas exitosas. De todas ellas hay lecciones y ninguna se está aplicando ahora. Imperdonable. Destaco tres: no hay grupo armado que no se siente en una mesa que le abra el gobierno. El hecho mismo de la negociación los legitima y empodera. Por tanto, hay que buscar que la negociación sea seria y no solo una oportunidad de ventajas estratégicas, tácticas y operativas para los violentos. Es un error fatal celebrar acuerdos parciales de aplicación inmediata. Solo favorecen a los criminales: van sacando ventajas sin que tengan que comprometerse a dejar las armas y desmovilizarse. Y cualquier cese del fuego debe ser verificable y exige la localización clara y delimitada de las cuadrillas de los violentos.
Séptimo, abrir la agenda a negociar el modelo económico es contraproducente, antidemocrático y peligrosísimo. El debate sobre el modelo eterniza la discusión, revienta cualquier cronograma y hace imposible fijar tiempos para el cese efectivo de la violencia. Además, legitima el sofisma de que hay unas causas objetivas de la violencia sin cuya solución la paz es imposible. Simplificando, si se justifica la violencia porque hay pobreza y desigualdad tendremos violentos por centurias. Por cierto, una mirada comparada muestra la falsedad de esa justificación: ni las zonas más pobres del país son las más violentas (lo son aquellas en que hay narcotráfico, minería ilegal y grupos armados) ni países mucho más pobres que nosotros tienen ni lejanamente nuestros niveles de violencia. Las negociaciones con los violentos, por otro lado, no son los espacios para discutir las políticas económicas y sociales. Los violentos no tienen ninguna representativa popular (quedó probado con las míseras votaciones por las Farc desmovilizadas) y darles la capacidad de decidir sobre estas políticas es antidemocrático y atenta contra el papel del Congreso y de los partidos. Adicionalmente, como Petro recientemente ha criticado que las negociaciones con las Farc no haya abordado el modelo económico y, en paralelo, está teniendo enormes dificultades para impulsar su agenda radical, el riesgo de que use la negociación con los elenos para conseguir ahí lo que no ha podido en el parlamento es mucho. Y es posible que quiera abrir así una vía a una constituyente.
Finalmente, la negociación debe adelantarla alguien exento de cualquier duda. Danilo Rueda está manchado por su justificación de la violencia cuando estaba en la Comisión de Justicia y Paz y, sobre todo, por las sospechosas visitas a criminales durante la campaña presidencial junto con Juan Fernando Petro y la sombra del Pacto de la Picota.