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Cuba en el final de su protagonismo ideológico

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Por Bernardo Henao Jaramillo

Columnista de Opinión

Por décadas, hablar de política latinoamericana implicaba inevitablemente referirse a Cuba. Durante la era castrista, la isla fue un faro simbólico, un punto de referencia casi obligatorio. Pero ese protagonismo —otrora indiscutible— llegó a su fin. Como demuestra la historia, ningún imperio narrativo es eterno, y a Cuba le llegó su momento: hoy su influencia se desvanece a pasos acelerados.

 La pregunta es simple: ¿qué ocurrió para que Cuba dejara de ser un centro de opinión, influencia y referencia continental? La respuesta es obvia, mezcla de desgaste histórico, irrelevancia estratégica y una profunda desconexión con la realidad del siglo XXI.

La revolución armada fracasó y terminó en el abandono del mito, incluido el del propio Che Guevara. La “revolución silente” que Fidel exportó —como lo denunció Hilda Molina, quien además fue traicionada por él y despojada de su centro médico de investigación neurológica— también se extinguió. El relato envejeció, se volvió rígido, y la épica dejó de producir adhesión.

Durante décadas, el régimen vivió de sus hitos y símbolos: Sierra Maestra, Playa Girón, la mística del sacrificio y la resistencia antiimperialista. Pero el paso del tiempo fue implacable. Hoy, ese discurso suena añejo, desconectado, incapaz de competir en un mundo que corre a la velocidad del streaming.

Las nuevas generaciones ya no se conmueven con anécdotas de 1959, mucho menos cuando la experiencia tangible de Cuba es represión, colapso económico, escasez crónica y un éxodo masivo que, en proporción a su población, supera incluso al venezolano. La élite gobernante vive en opulencia mientras mira con desdén a sus propios ciudadanos. La épica se convirtió en tragedia repetida y resentida.

La Habana se convirtió en un centro para entrenar guerrilleros, financiar movimientos armados y servir como nodo de operaciones ideológicas en tres continentes. Más, ese tiempo murió con el avance de sociedades más pluralistas y con el desprestigio global de la violencia política.

La vida es irónica: Cuba pasó de pretender “liberar pueblos” a depender de ellos; de entrenar insurgencias extranjeras a necesitar remesas para comprar pollo; de ser patrocinador del socialismo continental a convertirse en un socio menor, casi decorativo, dentro de un nuevo eje autoritario liderado por países con más recursos y menos desgaste. La influencia se perdió porque la capacidad de proyectar poder desapareció.

No se puede liderar un debate regional cuando ningún ciudadano puede participar libremente en alguno. La libertad de opinión sucumbió en la isla, y con ella el interés por escucharla. Tampoco pudo ser referente moral por el extravío de la brújula de comportamientos virtuosos y responsables, así como por la falta de libertad de prensa.

En un mundo donde la conversación es descentralizada, digital, inmediata y plural, Cuba es silencio oficial y grito clandestino, y ninguno de los dos construye liderazgo. Internet destruyó el monopolio del mito. Durante medio siglo, el castrismo sobrevivió gracias al control narrativo. Pero la llegada —tardía y racionada— de internet debilitó ese poder. Hoy cualquier cubano con un celular puede mostrar en tiempo real aquello que el régimen ocultó por décadas: hambre, colas interminables, hospitales vaciados, represión y apagones.

Cuando el mito muere, muere también su capacidad de influir. Latinoamérica tiene ahora nuevos focos de tensión:

Venezuela monopoliza la crisis humanitaria.

México, la violencia criminal.

Argentina, la disputa contra el estatismo.

El Cono Sur, la batalla cultural.

Colombia, el laboratorio del progresismo tardío y sus contradicciones.

Cuba ya no es el centro de nada. Ni por poder militar. Ni por economía. Ni por discurso. Ni por peligro regional. Ni por novedad.

La Revolución cubana fue durante décadas una quimera funcional para la izquierda, un fantasma útil para la derecha y un referente obligado para cualquier analista político. Hoy no es ninguna de las tres cosas.

Cuba perdió protagonismo porque ya no inspira, no amenaza, no emociona y no propone. Es un país exhausto, repetitivo, económicamente quebrado y políticamente sin futuro. Las nuevas batallas ideológicas se libran en otros escenarios y bajo otros relatos.

Su único destino posible es recuperar la libertad, quizá con la ayuda —irónicamente— del enemigo que tanto demonizó: los Estados Unidos.

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Bernardo Henao Jaramillo
Bernardo Henao Jaramillo

Abogado e investigador


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