La independencia de poderes: condición mínima para hablar de democracia en Colombia

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Por Eduardo Padilla Hernández.

No es exagerado decir que la independencia entre las ramas del poder público es el punto de partida —y a veces el último bastión— para que una democracia funcione de verdad. En el caso colombiano, este principio ha sido reiterado tantas veces que se corre el riesgo de que su sentido se diluya en la repetición. Pero cuando uno observa la forma en que actúan ciertos actores institucionales, y sobre todo cómo se justifican entre sí, queda claro que más allá del discurso, hay tensiones serias que ponen a prueba esa separación.

Políticamente hablando, es evidente que la fragmentación del poder no busca eficiencia, sino control. La democracia no consiste en hacer las cosas rápido, sino en hacerlas bajo reglas que impidan abusos. Y aquí es donde la independencia cobra sentido. El Congreso, el Gobierno y las cortes deben coexistir en tensión, no en armonía total. Cuando todo parece coordinado y fluido, hay que sospechar. Porque muchas veces, detrás de esa aparente sintonía, lo que hay es subordinación o, peor aún, cooptación.

Desde una perspectiva más filosófica, la idea no es nueva. Ni original. Montesquieu, Locke… todos los que se han tomado en serio el estudio del poder ha llegado a la misma conclusión: el Estado no puede depender de la bondad del gobernante. Por eso se crean frenos, límites, mecanismos de control mutuo. Si el juez responde al presidente, no hay justicia. Si el Congreso actúa por encargo del Ejecutivo, no hay representación. Esas cosas parecen obvias, pero no lo son cuando se normalizan prácticas que van erosionando lentamente la autonomía institucional.

Ahora bien, en términos constitucionales, la estructura colombiana es clara. Los artículos 113, 114 y 116 distribuyen funciones de manera precisa: legislar, gobernar y juzgar. Cada una con su espacio, con sus tiempos, con su lógica propia. El problema no es el diseño normativo. Es la realidad. Porque el texto es una cosa, pero el ejercicio del poder es otra. Cuando un presidente presiona cortes, cuando los jueces fallan con cálculos políticos, cuando el Congreso legisla para proteger aliados… ahí se ve cuán frágil puede ser esa supuesta independencia.

Y ojo, no se trata de idealizar un modelo en abstracto. Se trata de reconocer que, sin separación efectiva, el sistema no aguanta. El ciudadano pierde confianza. Los derechos quedan al margen. Y lo que queda en pie es una estructura institucional que conserva el nombre de democracia, pero no su contenido.

Por eso, más que una fórmula legal, la independencia de poderes es una condición ética y funcional para que el poder no se vuelva impune. No basta con que esté escrita. Tiene que ser defendida —y ejercida— todos los días.

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Eduardo Padilla Hernández
Eduardo Padilla Hernández

Abogado, Columnista y Presidente Asored Nacional de Veedurías


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