Por Rafael Nieto Loaiza
Hoy hay en el país consenso sobre la necesidad de la transición energética e impulsar fuentes de energía renovables y más limpias como la solar y la eólica.
Según la Organización Metereológica Mundial, 2021, Colombia ocupaba el puesto 47 en el mundo en emisiones anuales de CO2 y el sexto en América Latina. De acuerdo con el Banco Mundial, un colombiano emite al año 1,6 toneladas de CO2, muy por debajo del promedio mundial (4,47 CO2 t per cápita) y del de América Latina y el Caribe (2,6 CO2 t). Para 2019, Colombia emitía apenas el 0.57% del total global de emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI).
De acuerdo con la ONU y la Agencia Internacional de Energía (AIE), el sector energético es el mayor contaminante en el mundo (76%), seguido por la agricultura y la ganadería (12%). Pero a diferencia de lo que ocurre globalmente, en Colombia el sector energético solo contribuye con el 14% de las emisiones de GEI y, en cambio, la agricultura, la ganadería y la deforestación producen el 59% de esos gases.
Los datos ponen en perspectiva comparada la contribución del país al problema global de contaminación por GEI y el cambio climático. No somos grandes contaminantes, estamos muy por debajo del promedio global y del latinoamericano, y la principal fuente de nuestras emisiones de GEI no son el carbón y el petróleo. De entrada, estas características medioambientales deberían ser fundamentales para determinar la ruta de nuestra transición energética. Así lo reconoce la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26), celebrada en Glasgow en 2021, que estableció el principio de “responsabilidad común pero diferenciada”, de acuerdo con el cual las responsabilidades y compromisos de cada país son distintas y dependen de la línea base, capacidades, limitaciones y necesidades, de la que parte cada uno.
Por otro lado, es indispensable valorar el papel del petróleo y el carbón en nuestra economía. En el 2021, la minería aportó más de 6 billones de pesos entre regalías, impuestos y otras contribuciones. Para el 2022 superó los $15 billones. El año pasado, el sector petrolero aportó $18,16 billones a las arcas de la Nación. Ningún otro sector se acerca a cifras semejantes.
En materia de exportaciones, para el 2021, el sector minero exportó USD 13.382 millones y en el 2022 saltó a 20.387 millones. El sector petrolero en 2022 generó exportaciones por USD18.938 millones, un aumento de 40,1% en relación con el 2021. Las exportaciones totales del país en el 21 fueron de USD 41.390 millones y en el 22 de USD 57.115 millones. Si en el 2021 el sector minero energético representó el 47,8% de todas las exportaciones, el año pasado fue el 61,4%.
En otra línea, del total de la inversión extranjera directa del año pasado, USD 11.304 millones, el 72%, USD 8.148 millones, provino del sector de minería y petróleo.
Las cifras del 2021 son importantes porque el 22 fue un año de precios excepcionales para los productos del sector y podría sostenerse que el análisis comparado del aporte a exportaciones, impuestos y regalías no debería hacerse con esa referencia. En cualquier caso, lo que sí puede decirse sin debate es que el sector minero energético es de lejos el más importante para las exportaciones nacionales, que desde hace décadas es mínimo el 40% de todas ellas y en los dos últimos años es más de la mitad de las mismas. Y que no hay ningún otro sector de la economía que haga más aportes, ni de lejos, a las finanzas nacionales y ninguno trae más dólares.
Así las cosas, Colombia tiene que acelerar su transición energética, pero es una tontería mayúscula, con graves consecuencias para nuestra economía y un aporte minúsculo a la lucha contra el cambio climático, hacerla a costa del sector minero energético. El ataque de Petro al petróleo y al carbón nacionales es absolutamente equivocado y de nefastas consecuencias económicas y sociales. El camino debe ser distinto: impulsar las energías alternativas al mismo tiempo que se le saca todo el jugo posible al sector extractivo, en particular al petróleo y el carbón, de manera que se aseguren tanto la estabilidad de las finanzas públicas, y por esa vía el gasto social, como los ingresos en moneda extranjera y la estabilidad futura del peso.